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Palabra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional

Oct271994

La historia de los colores 

A Proceso, La Jornada, El Financiero, Tiempo:

Señores:

Van comunicado‑acuse de recibo y carta abierta al condicionante comisionado de paz.

Vale. Salud y dejad el rencor para quien en verdad os oprime.

Desde las montañas del sureste mexicano

Subcomandante insurgente Marcos.

P.D. regañona. Regañé al Heriberto porque, según yo, estaba molestando a unas hormigas autodenominadas arrieras que, en consecuencia, estaban arreando hojitas de naranjo. El Heriberto empezó a hacer pucheros y me dijo que «Caso las ‘toy molestando, las ‘toy cariciando». Dio media vuelta y se alejó de la comandancia. A una distancia que él consideró prudente empezó la chilladera. Ana María lo tomó de la mano y se lo llevó a otro lado. Después la veo venir. «Va a haber tormenta» dice el Moi y se retira prudentemente. «¿Por qué lo regañaste al Heriberto?», me avienta Ana María desde el pie de la lomita de la comandancia. «Las estaba molestando a las hormigas», me defiendo. «Acaso nos alzamos en armas por las hormigas», dice, en jarras, Ana María. Yo enciendo la pipa y digo, mirando el pequeño juego de té abandonado por el sombrerero loco y la liebre de marzo: «No por ellas, pero también por ellas». Ana María sigue: «¿Por qué no te pones con uno de tu tamaño?». «¿De mi tamaño?», pregunto orgulloso de mi habilidad de responder a una pregunta con otra pregunta. En el entretanto ya se está haciendo bola en torno del Heriberto y su abogado la Ana María. Las hembras se agrupan amenazadoras, mirando al Sup como se mira a Salinas y chiqueando al Heriberto que, a mi entender, ya se olvidó del regaño y de las hormigas porque trae tantos dulces en la mano que no sabe por cuál empezar. Como ocurre siempre en los casos de emergencia, mi escolta no se encuentra por ningún lado. Tacho pretexta una reunión urgente del Comité y se va. Yo me resigno ya a ser fusilado por tanto ojo moreno que me mira y no precisamente con cariño. Envalentonado, como ocurre con los suicidas, me defiendo: «Aquí cada quien puede hacer lo que quiera, menos molestar a las hormigas». Mi argumento provoca desconcierto entre la asamblea, armada, de mujeres. Se miran entre sí, cuchichean y lo hablan al Heriberto. Yo, orgulloso de mis dotes oratorias, recargo la pipa. Ana María después de consultar con el Heriberto arremete: «No las estaba molestando. Las estaba acariciando». Yo, que no esperaba una contrarréplica, demoro en encender la pipa, me defiendo ya débilmente: «Eso las hormigas no lo sabían». Ana María toma de la mano al Heriberto y se lo lleva. Al alejarse me dice:

«Tú y las hormigas deberían saber que la ternura a veces duele».

Hay un murmullo de aprobación entre las hembras que ya se dispersan. Yo me quedo con un palmo de narices, que para eso nariz me sobra. Una hormiguita me sube por el brazo. «¿Y tú, de que te ríes? «, le digo. «¿Yo?, de nada», creo que responde la hormiga, pero es el Moi que estaba escondido detrás del cafetal.

Después llega la Eva y se asoma a lo que estoy escribiendo. «¿Qué ‘stá haciendo usté’?», me pregunta. «Estoy haciendo mi castigo», respondo mientras escribo la línea 248 de «No debo decir groserías ni regañar a los presidentes de la Convención». El Heriberto se asoma a la puerta, trae tantos dulces que ha decidido compartirlos con la Eva y con el causante indirecto de tan feliz cargamento: yo merengues. Estamos haciendo competencias a ver quién hace más ruido chupando el dulce cuando el Heriberto ve que estoy escribiendo una más de las 500 veces que debo repetir «No debo decir malas palabras ni hacer reproches a los presidentes de la Convención», y se ofrece a ayudarme. Le paso una hoja y un lapicero sin decir palabra (en realidad no puedo, porque la Eva me está ganando en el ruidero y yo soy el Sup, el único, el mejor). El Heriberto trata de copiar las primeras letras y se aburre casi inmediatamente y empieza a dibujar patitos que, para el Heriberto, son más contundentes que las disculpas. Yo le dibujé un avión con muchos rockets. Él lo miró y dijo «Uy, con ése no lo van a perdonar su castigo». La Eva pide un cuento. Yo sospecho que es una táctica dilatoria al ver que mi ruidero es ya de campeonato.

El Heriberto no espera la respuesta y se sienta al lado de la Eva y le muestra su dibujo y le dice que, sin tanto rocket, su pato vuela mejor que el avión del Sup. Yo traigo ya medio uniforme lleno de dulce y, no obstante, enciendo la pipa y, después de las tres bocanadas de rigor, empiezo a contarles, tal y como la platicó el viejo Antonio, …

La historia de los colores

El viejo Antonio señala una guacamaya que cruza la tarde. «Mira», dice. Yo miro ese hiriente rayo de colores en el marco gris de una lluvia anunciándose. «Parecen mentira tantos colores para un solo pájaro», digo al alcanzar la punta del cerro. El viejo Antonio se sienta en una pequeña ladera libre del lodo que invade este camino real. Recobra la respiración mientras forja un nuevo cigarro. Yo me doy cuenta, apenas unos pasos adelante, que él quedó atrás. Me vuelvo y me siento a su lado. «¿Usted cree que llegaremos al pueblo antes de que llueva?», le pregunto mientras enciendo la pipa. El viejo Antonio parece no escuchar. Ahora es una parvada de tucanes lo que distrae su vista. En su mano el cigarro espera el fuego para iniciar el lento dibujo del humo. Carraspea, da fuego al cigarro y se acomoda, como puede, para iniciar, lentamente.

«No así era la guacamaya. Acaso tenía colores. Puro gris era. Sus plumas eran rabonas, como gallina mojada. Una más entre tanto pájaro que a saber cómo se llegó al mundo porque los dioses no se sabían quién y cómo había hecho los pájaros. Y así era de por sí. Los dioses despertaron después de que la noche había dicho «hasta aquí nomás» al día y los hombres y mujeres se estaban dormidos o amándose, que es una forma bonita de cansarse para dormirse luego. Los dioses peleaban, siempre peleaban estos dioses que salieron muy peleoneros, no como los primeros, los siete dioses que nacieron el mundo, los más primeros. Y los dioses peleaban porque muy aburrido estaba el mundo con sólo dos colores que lo pintaban. Y era cierto el enojo de los dioses porque sólo dos colores se turnaban al mundo: el uno era el negro que mandaba la noche, el otro era el blanco que caminaba el día, y el tercero no era color, era el gris que pintaba tardes y madrugadas para que no brincaran tan duro el negro y el blanco. Y eran estos dioses peleoneros pero sabedores. Y en una reunión que se hicieron sacaron el acuerdo de hacer los colores más largos para que fuera alegre el caminar y el amar de los hombres y mujeres murciélago.

Uno de los dioses agarró en caminar para pensar mejor su pensamiento y tanto pensaba su pensamiento que no miró su camino y se tropezó en una piedra así de grande y se pegó en su cabeza y le salió sangre de su cabeza. Y el dios, luego que pasó chilla y chilla un buen rato, la miró su sangre y la vio que es otro color que no es los dos colores y fue corriendo a donde estaban los demás dioses y les mostró el color nuevo y «colorado» le pusieron a ese color, el tercero que nacía. Después, otro de los dioses buscaba un color para pintar la esperanza. Lo encontró después de un buen rato, fue y lo mostró en la asamblea de los dioses y «verde» le pusieron a ese color, el cuarto. Uno más empezó a rascar harto en la tierra. «¿Qué haces?», le preguntaron los demás dioses. «Busco el corazón de la tierra», respondió mientras aventaba tierra para todos lados. Al rato lo encontró el corazón de la tierra y lo mostró a los demás dioses y «café» le pusieron a ese quinto color. Otro dios se fue mero pa’rriba, «voy a mirar de qué color es el mundo», dijo y se dio en trepar y trepar hasta allá arriba. Cuando llegó bien alto, miró para abajo y vio el color del mundo, pero no sabía cómo llevarlo hasta donde estaban los demás dioses, entonces quedó mirando un buen tanto, hasta que se quedó ciego, porque ya tenía pegado en los ojos el color del mundo. Se bajó como pudo, a los tropezones, y se llegó al lugar de la asamblea de los dioses y les dijo «En mis ojos traigo el color del mundo», y «azul» le pusieron al color sexto. Otro dios estaba buscando colores cuando escuchó que un niño se reía, se acercó con cuidado y, cuando se descuidó el niño, el dios le arrebató la risa y lo dejó llorando. Por eso dicen que los niños de repente están riendo y de repente están llorando. El dios llevó la risa del niño y «amarillo» le pusieron a ese séptimo color.

Para entonces los dioses ya estaban cansados y se fueron a tomar pozol y a dormirse y los dejaron a los colores en una cajita, botada bajo una ceiba.

La cajita no estaba bien cerrada y los colores se salieron y empezaron a hacer alegría y se amaron y salieron más colores diferentes y nuevos y la ceiba lo miró todo y los tapó para que la lluvia no los borrara a los colores y cuando llegaron los dioses ya no eran siete colores sino bastantes y la miraron a la ceiba y le dijeron: «Tu pariste los colores, tu cuidarás el mundo y desde tu cabeza pintaremos el mundo».

Y se subieron al copete de la ceiba y desde ahí empezaron a aventar los colores así nomás y el azul se quedó parte en el agua y parte en el cielo, y el verde le cayó a los árboles y las plantas, y el café, que era más pesado, se cayó en la tierra, y el amarillo, que era una risa de niño, voló hasta pintar el sol, el rojo llegó en su boca de los hombres y de los animales y lo comieron y se pintaron de rojo por dentro, y el blanco y el negro ya de por sí estaban en el mundo, y era un relajo cómo aventaban los colores los dioses, ni se fijaban dónde llega el color que avientan y algunos colores salpicaron a los hombres y por eso hay hombres de distintos colores y de distintos pensamientos.

Y ya luego se cansaron los dioses y se fueron a dormir otra vez. Puro dormir querían estos dioses que no eran los primeros, los que nacieron el mundo.

Y, entonces, para no olvidarse de los colores y no se fueran a perder, buscaron modo de guardarlos. Y se estaba pensando en su corazón cómo hacer cuando la vieron a la guacamaya y entonces la agarraron y le empezaron a poner encima todos los colores y le alargaron las plumas para que cupieran todos. Y así fue como la guacamaya se agarró color y ahí lo anda paseando, por si a los hombres y mujeres se les olvida que muchos son los colores y los pensamientos, y que el mundo será alegre si todos los colores y todos los pensamientos tienen su lugar».

El Heriberto declara que la Eva ganó en el ruidero de chupar dulce. En premio, le regala su dibujo de los patitos anti-rockets. La Eva no parece muy entusiasmada con el premio y se van, los dos, a donde están los insurgentes viendo, por enésima vez, una película de Pedro Infante que se llama, en obvia referencia a las guacamayas, Los gavilanes. Yo me quedo muuuy triste. El dulce dejó pegosteados los papeles donde escribía el castigo que me dio el Comité por regañón y grosero. «¿Por qué no lo mandamos a que le saquen fotocopias?», pregunta Moi. Cierto, ¿por qué no?

P.D. que agradece el reconocimiento descentralizado. Ya me mandaron una muestra de los billetes nuevos de 10 nuevos pesos. Con humildad aceptamos el reconocimiento que a la justa lucha del EZLN hace el Banco de México. Iván dice que el que está en el caballo trae paliacate en el rostro. ¿Será?

P.D. de nota roja. Con entusiasmo he leído que un preclaro locutor de radio propone que los comunicados y notas sobre el Ezetaelene se pasen a la sección policíaca de la prensa. El Sup, amable como es, y siempre pendiente de colaborar con la prensa, propone los siguientes encabezados, cintillos y «balazos» para dicha sección:

«El Sup es regañón y grosero: puro «caca, pedo, chis» les dijo a los convencionistas».

«El Sup es un pervertido sexual: duerme con hormigas, arañas y toda clase de insectos y bichos rastreros (ojo: no confundir con los que piden chamba con Zedillo)».

«Confirmado el armamento extranjero en el Ezetaelene: las baterías antiaéreas son consoladores y vibradores de marcas japonesas (fotos y catálogos en páginas interiores. Descuento a SUPscriptores)».

«Los transgresores de la ley contaminan el ambiente, hay fuertes rumores de que las mentadas armas antiaéreas consisten en profesionales del riñón que se orinarían al paso de los aviones para oxidarlos. «Hay de todos los calibres», declaran en el Pentágono (fotos en interiores muuuy interiores)».

P.D. gris. Este verde duele, como que se quiere hacer rojo.

Vale de nuevo. Salud y que todos los colores brillen en la CND.

El Sup pasando de moda al perderse tras aquella loma donde, ¿alguien lo duda?, llueve…

 

 

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