Al señor Gaspar Morquecho Escamilla.
Periódico Tiempo.
San Cristóbal de las Casas, Chiapas.
Señor:
Recibí su carta, sin fecha por supuesto, recién ahora. Al mismo tiempo leo en un periódico que lo acusan a usted y a otras nobles gentes de ser «voceros del EZLN» o «zapatistas». Problemas. Si quiere usted saber de dónde provienen esas denuncias y amenazas, busque en los directorios de las asociaciones ganaderas y encontrará mucha tela de dónde cortar.
Bien, pasando a otra cosa y ya que de recuerdos se trata, espero que por fin se le haya pasado a usted la mezcla de borrachera-cruda con la que pretendió entrevistarnos ese hermoso día primero de enero. Tal vez usted no lo recuerde bien, pero esa vez el entrevistado era usted mismo pues me hacía usted una pregunta y usted mismo la contestaba. Ignoro si habrá podido usted sacar algo coherente para el periódico después de ese monólogo de preguntas y respuestas con el que enfrentó gallardamente la sorpresa y el temor que se apoderó de la antigua capital del estado de Chiapas el primer día del año.
Fuimos muchos los que quemamos nuestras naves esa madrugada del primero de enero y asumimos este pesado andar con un pasamontañas amordazando nuestro rostro. Fuimos muchos los que dimos este paso sin retorno, sabiendo ya que al final nos espera la muerte probable o el improbable ver el triunfo. ¿La toma del poder? No, apenas algo más difícil: un mundo nuevo. Nada nos queda ya, dejamos todo atrás. Y no nos arrepentimos. Nuestro paso sigue siendo firme aunque ahora lo busquen, para aniquilarlo, decenas de miles de grotescas máscaras verde olivo. Pero, señor Morquecho, resulta que nosotros lo sabíamos desde hace tiempo y, no sin dolor, tuvimos que hacernos fuertes con la muerte de los que a nuestro lado fueron cayendo, muriendo de bala y de honor, eso sí, pero muriendo siempre. Y hubo que blindarse el corazón, señor Morquecho, para poder ver a compañeros de muchos años en las montañas con el cuerpo cocido a balazos y a esquirlas de granadas, morteros y cohetes, para ver sus cuerpos con las manos atadas y el tiro de gracia en la cabeza, para poder ver y tocar su sangre, la nuestra señor Morquecho, haciéndose color marrón en las calles de Ocosingo, de Las Margaritas, en la tierra de Rancho Nuevo, en las montañas de San Cristóbal, en los altos ocotales de Altamirano. Y entender nosotros, señor Morquecho, en medio de esa sangre, de esos tiros, de esas granadas, de esos tanques, de esos helicópteros ametrallando y esos aviones picando para lanzar sus dardos explosivos, la sencilla verdad: somos invencibles, no podemos perder… no merecemos perder.
Pero como decimos acá, nuestro trabajo es ése: pelear y morir para que otros vivan pero una vida mejor, mucho mejor que la que nos tocó morir a nosotros. Es nuestro trabajo sí, pero no el de ustedes. Así que por favor cuídense, la bestia fascista acecha y dirige sus ataques a los más indefensos.
De las acusaciones que le hacen a usted y a todo ese equipo de personas nobles y honestas que dan a luz, porque con esas condiciones técnicas hacer un periódico debe ser un auténtico parto, ese impreso de imparcialidad y verdad que lleva el nombre de Tiempo, le quiero decir algunas cosas:
El heroísmo auténtico de Tiempo no viene tanto de sacar un periódico con esa maquinaria de Pedro Picapiedra. Viene de, en un ambiente cultural tan cerrado y absurdo como el coleto, darle voz a los que nada tenían (ahora tenemos armas). Viene de desafiar, con cuatro páginas cuatro (a veces seis) llenas de verdades, a los poderosos señores del comercio y la tierra que sientan sus reales en la ciudad ídem. Viene de no ceder a chantajes e intimidaciones para obligarlos a publicar una mentira o para dejar de publicar una verdad. Viene de, en medio de esa atmósfera cultural asfixiante que teje en torno suyo la mediocridad coleta, buscar aires nuevos y vivificantes, democráticos pues, para limpiar las calles y las mentes de Jovel. Viene de que, cuando bajaban los indios de la montaña (ojo: antes del 1o. de enero) a la ciudad, no a vender, no a comprar, sino a pedir que alguien los escuchara encontrando oídos y puertas cerrados, una puerta había siempre abierta, la que abrieron un grupo de no indígenas desde hace tiempo y pusieron un letrero que decía lo mismo: Tiempo. Y de que, al traspasar esa puerta, esos indios que hoy hacen rabiar al mundo por su osadía de negarse a morir indignamente, encontraban a alguien que los escuchaba, lo que ya era bastante, y encontraban a quien ponía esas voces indias en tinta y papel y cabeceaba Tiempo, lo que ya era antes, y más ahora, heroico. Porque resulta, señor Morquecho, que el heroísmo y la valentía no se encuentran sólo detrás de un fusil y un pasamontañas, también están frente a una máquina de escribir cuando el afán de verdad es el que anima a las manos que teclean.
Me entero ahora que los acusan a todos ustedes de «zapatistas». Si decir la verdad y buscar la justicia es ser «zapatista», entonces somos millones. Traigan más soldados.
Pero, cuando vengan los policías e inquisidores a amedrentarlo, dígales usted la verdad señor Morquecho. Dígales que ustedes siempre levantaron la voz para advertir a todos que, si no cambiaban esas injustas relaciones de opresión cotidiana, los indígenas iban a reventar. Dígales que ustedes siempre recomendaron buscar otros caminos, legales y pacíficos, por los cuales andar esa desesperación que rodeaba las ciudades todas de Chiapas (y de México, no le crea usted a Salinas que dice que el problema es local). Dígales usted que, junto a otros profesionales honestos (una verdadera rareza), doctores, periodistas y abogados buscaron apoyos en donde fuera para impulsar proyectos económicos, educativos, culturales que aliviaran la muerte que se iba tejiendo en las comunidades indígenas. Dígales usted la verdad, señor Morquecho. Dígales que ustedes siempre buscaron un camino pacífico y justo, digno y verdadero. Dígales usted la verdad, señor Morquecho.
Pero, por favor señor Morquecho, no les diga lo que usted y yo sabemos que a usted le ocurre, no les diga lo que su corazón le susurra al oído en los desvelos y revuelos de día y de noche, no les diga lo que le quiere salir de los labios cuando habla y de las manos cuando escribe, no les diga ese pensamiento que le va creciendo primero en el pecho y va subiendo paulatinamente a la cabeza conforme corre el año y avanza su paso por montañas y cañadas, no les diga lo que ahora quiere gritar: «¡Yo no soy zapatista! Pero después de ese primero de enero… quisiera serlo!».
Salude usted, si le es posible, a ese señor que se llama Amado Avendaño. Dígale que no olvido su sangre fría cuando, esa alegre mañana (cuando menos para nosotros) del primer día de nuestro ingreso triunfal «al primer mundo», le advertí que no le convenía que se acercara a hablar conmigo y me respondió: «Estoy haciendo mi trabajo». Aprovechando el viaje salude usted a Concepción Villafuerte, cuya entereza y valentía al escribir saludamos con regocijo cuando el improbable enlace llega y trae el diario. Salude usted a todos los de ese periódico que no sólo merece mejor maquinaria sino el saludo de todos los periodistas honestos del mundo. Salude usted a esos profesionistas de Chiltak que sacrifican el ansia de dinero y comodidades para trabajar con y para los que nada tienen. Dígales a todos ellos (los de Tiempo y los de Chiltak) que si los que hoy gobiernan tuvieran la mitad de estatura moral que ustedes tienen, no hubieran sido necesarios ni los fusiles ni los pasamontañas ni la sangre en las montañas del sur de San Cristóbal, ni en Rancho Nuevo ni en Ocosingo ni en Las Margaritas ni en Altamirano. Y tal vez, en lugar de estarle yo escribiendo bajo el acoso de aviones y helicópteros, con el frío entumiéndome las manos que no el corazón, estaríamos hablando usted y yo sin más barrera que un par de cervezas de por medio. El mundo ya no sería el mundo sino algo mejor, y mejor para todos. Por cierto, si se llegara a dar el caso (Dios no lo quiera, pero puede ser), no tomo bebidas alcohólicas así que mejor sea: «sin más barrera que una cerveza (la suya, sin ofender) y un refresco (el mío) de por medio».
Salud y un gran tierno abrazo. Y, por favor, aprenda usted a poner la fecha en sus cartas, aunque la historia corre ya tan rápido que, creo, sería bueno incluir la hora.
Desde las montañas del Sureste mexicano
Subcomandante Insurgente Marcos
Son las 22:00 horas, hace frío y el ruido del avión que sobrevuela amenazante hasta parece que arrulla.
(2 de febrero de 1994)
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