Sobre el tema: La Tormenta y el Día Después.
Séptima Parte: Hasta encontrarnos.
En un rincón de la montaña, el Viejo Antonio forja su cigarrillo frente a una tímida fogata. Sólo la madrugada escucha sus palabras:
“Cuentan los más anteriores de nuestros anteriores que en el principio fue la oscuridad, la niebla, el silencio, inmóvil todo. Estaban ya los más primeros dioses, los que nacieron el mundo. Pero no fue sino hasta que las primeras palabras fueron dichas que el tiempo empezó su alargado camino.
Muchas cosas crearon los más primeros dioses, los que crearon los mundos. Cosas terribles y maravillosas que habrían de encontrar su razón, motivo y destino conforme creciera el paso de los creados, los así formados.
El corazón del cielo, Hu Rakan, tormenta, relámpago y rayo se hizo para castigar a los seres que, a su madre más primera, la tierra, habían faltado el respeto. A quienes la vendieron, a quienes la compraron, a quienes la prostituyeron, a quienes la asesinaron. Para ellos fue el terror, la destrucción, la desesperanza, el vacío.
Sólo a algunas personas les dieron con qué protegerse. Les dieron las artes, y les toleraron -y hasta alentaron-, la blasfemia de las ciencias. Porque esos dioses más primeros, los que nacieron el mundo, crearon a quienes les honraban y a quienes les desafiaban. Porque con la duda, se dijeron, también se fertiliza el mañana.
Pero otorgaron especial atención a quien le mueve la memoria, a quien la convierte en indignación y lucha. Dieron a quien busca, la esperanza y la permanente sorpresa de encontrar a quienes están perdidos en el olvido y el abandono. Nada reciben, pero reparten certezas donde la incertidumbre ha sembrado pena. Quien busca sin descanso, es gente cierta de encontrar siempre.
Así dijeron los más primeros dioses, los formadores de mundos. Así fueron dichas las primeras palabras y así los primeros pasos”.
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Anochece y en la planada se concentran todos. Los originales y los después llegados. Quienes recién se incorporaron a esa comunidad no muy saben de qué se trata, pero parece que es algo muy solemne y especial. Como si algo grande pasara.
Usted escucha un murmullo que se extiende: “Nana’jatikon, Yayatik, Lak´chuchuo´j” (*)
Las madres buscadoras están al centro, con la hoguera agrandando más sus sombras, ya de por sí gigantes sobre la gente. Ellas saludan casi como pidiendo perdón. Quienes coordinan la reunión no les pregunta quienes son, ni qué saben hacer. En la asamblea todos las miran con una mezcla de cariño, admiración, respeto.
Esa mirada que sólo se encuentra ya en las comunidades originarias cuando topan a alguien con la suficiente estatura moral para mirarles de frente.
Las Buscadoras hablan: “Pues hasta acá llegamos, hermanitas, hermanitos. No sabemos qué decirles, sólo que aquí estamos.”
De entre quienes están en la silenciosa asamblea, se separa un pequeño grupo de niñas y niños. Llevan ramos de flores silvestres, de ésas que se encuentran en milpas y potreros. Les entregan a las madres buscadoras y repiten: Nana’jatikon, Yaya tik, Lak´chuchuo´j” (*).
Las Buscadoras batallan para articular palabra alguna. Sus miradas húmedas brillan por el reflejo de la fogata que preside la reunión.
La más pequeña les dice:
“Nana’jatikon, Yaya tik, Lak´chuchuo´j (*), nuestras abuelas, nuestras anteriores, nuestras guías, madres nuestras. Sólo queremos decirte gracias. Gracias porque no te desmayaste, no te rendiste, no te desanimaste, y no paraste hasta encontrarnos. Aquí estamos nosotros, los más pequeños. Aunque lejos, cerca miramos tus pasos. Aunque débil, fuerte escuchamos tu voz. Aunque velada por la pena, tu mirada fue y es luz en nuestro camino. Y tu corazón uno ha sido con el nuestro”.
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Apartando nubes como si fueran maleza incómoda, la luna se asoma sonriendo. Es ya la madrugada… del día siguiente.
El Capitán.
Noviembre del 2024.
(*) “Nuestras abuelas” en las lenguas mayas tzeltal, tzotzil y cho´ol, respectivamente.
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