Los Diablos del Nuevo Siglo.
(Los niños zapatistas en el año 2001, Séptimo de la guerra contra el olvido).
A los niños y niñas de Guadalupe Tepeyac en el Exilio.
«Miguel Kantun, de Lerma, es amigo de Canek. Le escribe una carta y le manda a su hijo para que haga de él un hombre.
Canek le contesta diciéndole que hará de su hijo un indio.»
«Canek. Historia y leyenda de un héroe maya».
Ermilo Abreu Gómez.
Este no es un texto político. Es sobre los niños y niñas zapatistas, sobre los que estuvieron, sobre los que están y sobre los que vendrán. Es, por tanto, un texto de amor… y de guerra.
Los niños pueden producir guerras y amores, encuentros y desencuentros. Magos impredecibles e involuntarios, los niños juegan y van creando el espejo que el mundo de los adultos evita y aborrece. Tienen el poder de modificar su entorno y convertir, es un ejemplo, una hamaca vieja y deshilachada en un moderno avión, en un cayuco, en un carro para ir a San Cristóbal de Las Casas. Un simple garabato, trazado con el lapicero que la Mar les facilita para estos casos, les da batería para contar una complicada historia donde el «anoche» abarca horas o meses, y el «al rato» puede querer decir «el siglo que viene», donde (¿alguien lo duda?) ellos y ellas son héroes y heroínas. Y lo son, pero no sólo en sus historias ficticias, también y sobre todo en su ser niños y niñas indígenas en las montañas del sureste mexicano.
9 son los círculos del infierno de Dante. Nueve las cárceles que encierran a los niños indígenas en México: hambre, ignorancia, enfermedad, trabajo, maltrato, pobreza, miedo, olvido y muerte.
En las comunidades indígenas de Chiapas, la desnutrición infantil llega hasta el 80%, el 72% de los niños no alcanzan siquiera a terminar el primer año de la primaria escolar, y en todos los hogares indígenas niños y niñas, desde la 4 años de edad, deben cortar y acarrear leña para comer. Para romper esos círculos hay que pelear mucho, siempre, incluso desde niño. Hay que luchar fuerte. A veces hay que hacer una guerra, una guerra contra el olvido.
He dicho que éste es un texto sobre los niños y niñas que estuvieron. Como es de caballos y caballeros que «las damas primero», empezaré por ese recuerdo que aspira a no repetirse.
Se trata de «la Paticha». Ya antes hablé de ella y, a través de ella, de todos los nonatos del sótano de México.
Mucho se ha escrito, para bien o para mal, sobre las causas del alzamiento zapatista. Yo aquí aprovecho para proponer otro punto de partida: los zapatistas nonatos, es decir, buena parte de los niños zapatistas. Rara es la familia indígena en México que no cuente 3 ó 4 niños muertos antes de los 5 años. Miles en las montañas del sureste mexicano, decenas de miles en el desván abandonado por la «modernidad» gobernante: los pueblos indios, los habitantes originales de estos suelos.
Con menos de 5 años de edad, la Paticha murió de una fiebre. En unas horas, una calentura le quemó los años y los sueños.
¿Quién fue el responsable de su muerte? ¿Qué conciencia se fecundó con su desaparición? ¿Qué duda se resolvió? ¿Qué miedo se derrotó? ¿Qué valentía floreció? ¿Qué mano se armó? ¿Cuántas muertes como la de Paticha hicieron posible la guerra que inició en 1994?
Las preguntas son importantes, porque la muerte de la Paticha fue una muerte oscura. Ya antes dije que ni siquiera se tomó como deceso, pues para el Poder nunca nació. Es más, la nonata llamada Paticha murió en la oscuridad de la noche, en el olvido.
Sin embargo, oscuridades como la de su muerte son las que iluminaron la mediocre noche de este país, en 1994…
I.
Y, hablando de oscuridades fértiles, debe de haber una explicación científica para dar cuenta de cómo una oscura nube puede dar paso al destello poderoso de un relámpago. Hay muchas explicaciones ideológicas, pero aún antes de que el hombre diera cuenta, en ceremonias, libros y coloquios, de la maravilla de una tormenta nocturna, ya lo oscuro producía claridad, ya la noche paría al día, y ya el fuego más fiero devenía en fresco aliento.
Así que es ésta una madrugada particularmente oscura. Sin embargo, para sorprender a los más brillantes meteorólogos (o simplemente para contradecirlos), al horizonte de oriente se le desgarran sendos rayos, ramas secas de luz cayendo del luminoso árbol que la noche esconde detrás suyo. Es así la noche un negro espejo, una sombra quebrándose de amarillo y naranja. Un espejo. El marco lo forman los cuatro puntos cardinales de un horizonte de sube y baja, arbolado y gris oscuro. Un espejo visto por el lado oscuro del espejo. El lado oscuro de un espejo, advirtiendo lo que lleva detrás, prometiéndolo…
Todas las historias están pobladas de sombras. En la zapatista, no son pocas las que han delineado nuestra luz. Estamos llenos de pasos de callado andar que, sin embargo, hacen posible el grito. Son muchos y muchas los que se quedan quietos para que el movimiento camine. Muchos rostros difusos que permiten aclarar otros rostros. Alguien dijo que el zapatismo tenía éxito porque sabía tejer redes. Bueno, pues detrás nuestro hay muchas tejedoras de ágil mano, de ingenio grande, de prudente paso. Y, mientras sobre cada nudo de la rebelde red de los olvidados del mundo se alza una luz incandescente y breve, todavía en las sombras ellas tejen nuevos trazos y abrazos…
Y hablando de tejedoras y de abrazos, yo me desprendo del tibio y fresco de la Mar en el lecho, y salgo a caminar apenas unos pasos, en esta madrugada en que febrero reitera su desvarío y anuncia la llegada de la liebre de marzo. Ahí nomás, donde el monte es territorio de la noche de abajo, unos cocuyos se alborotan con la caliente humedad que anuncia la tormenta.
Una sombra pequeña solloza cerca de la hamaca. Yo me acerco hasta distinguir a un pequeño hombrecito, chaparro, bigotón y bastante entrado en años y carnes. Dos maltrechas alas de cartón rojo corrugado, un par de pequeños cuernos y una cola terminada en punta de flecha hacen que parezca un diablo.
Sí, un diablo. Un diablo bastante maltratado. Un pobre diablo…
– ¡»Pobre diablo» tu abuelo! – masculla la diminuta figura.
Yo no me arredro. Aunque mi cabeza y mis piernas me dicen que corra lejos de ahí, yo soy el hombre de la casa (bueno, de la champa, pero creo que me entienden) y no debo abandonar a la Mar, que es la mujer de la casa. Así que tantas películas de Pedro Infante me imponen que resguarde la casa y, puesto que «Martín Corona» y «Ahí viene Martín Corona», debo refrenar mis ganas de salir huyendo. Bueno, al menos no sin avisarle antes a la Mar que, como ya dije antes, es la mujer de la casa de la que yo soy el hombre de la casa.
Así que no intento ninguna «retirada estratégica» y, como siempre que el terror se apodera de mí, enciendo la pipa y hablo. Hago algún comentario ocioso sobre el inestable clima y, viendo que no hay respuesta, aventuro…
– Así que escuchas lo que pienso… –
– Como si lo gritaras – responde el hombrecito.
– ¡Y no me llames hombrecito! – chilla el…
– Luzbel, llámame Luzbel – se apresura a interrumpir mi pensamiento.
– ¿»Luzbel»? Me suena, me suena. ¿No es el ángel que se rebeló por soberbia en contra del Dios cristiano y de castigo lo mandaron al infierno? – digo de un jalón.
– Ése merengues. Pero no así fue. La historia, infeliz mortal, la escriben los vencedores, Dios en este caso. En realidad lo que ocurrió fue un problema de salarios y condiciones laborales. Un sindicato, por más angelical que fuese, no estaba en los planes divinos, así que el Dios optó por aplicar la cláusula de exclusión. Los escribas mercenarios se encargaron de envilecer nuestra justa lucha y así nos fue… – dice Luzbel acomodándose para sentarse al pie de un Huapac´.
Yo hasta entonces me doy cuenta de lo pequeño que es, pero nada digo. Supongo que mi silencio lo invitará a seguir hablando, y, en efecto, así ocurre porque Luzbel empieza a contar una historia de, como a un diablo corresponde, horror y crueldad mayúsculos. Su relato parece tragedia, comedia, o parte de guerra…
II.
Luzbel quedó un rato en silencio… Además de las estrellas de arriba y las de abajo (los cocuyos pues), nadie más andaba la noche de afuera. Encendí de nuevo la pipa, más para aprovechar la luz del encendedor y mirar la figura del diablito, que por ganas de fumar. 9 círculos de humo salieron de la cazuela de la pipa. Al desvanecerse el último, él habló.
La historia que me contó Luzbel puede herir la susceptibilidad de las buenas y cristianas conciencias, cosa poco recomendable, sobre todo en estos tiempos en que el alto clero puja por volver atrás el reloj de la historia. Pero como no estoy compitiendo por indulgencias, y he conocido ya el infierno que el Poder impone a los pobres, yo no tengo por qué preocuparme. En todo caso, cumplo con advertir a los lectores y con recordarles que sólo transcribo lo que Luzbel me contó, a saber:
«El Dios de los ricos y de los libros estaba muy satisfecho con el Tratado de Libre Comercio, el paso al primer mundo, la globalización económica y todas esas pamplinas que más que producto divino parecieran del infierno – por más que nosotros, los diablos, no seríamos capaces de tales horrores.
Bueno, el caso es que el Dios había asignado, como le corresponde, un ángel de la guarda para cuidar a cada uno de los niños de la generación del Tratado de Libre Comercio. Los ángeles no son muchos, y el trabajo de ángel de la guarda de niños está muy mal pagado. Pero un tal Gabriel, líder charro y arcángel para más señas, forzó el escalafón para cumplir la cuota. Hubo protestas, pero pocas. Así que cada niño del TLC tenía su ángel de la guarda.
Pero resulta que a ustedes, los zapatistas, se les ocurre alzarse en armas aquel primero de enero de 1994 y alterar todo, hasta la memoria divina. Porque he aquí que el Dios no se acordaba de los niños indígenas. No es que no los tuviera en cuenta o pensara deshacerse de ellos, simplemente ignoraba que existieran.
El Dios de los libros y de los ricos es un patrón como todos, pero muy a la antigüita. Así que consideró que, mientras el neoliberalismo se encargaba de despachar a la otra vida a todos los niños zapatistas, él tendría que cumplir con sus funciones divinas y adjudicar, a cada zapatista niño, un ángel de la guarda.
Pero, como ya no había ángeles de la guarda disponibles, entonces rehabilitó diablitos. Para lograrlo, nos forzó a firmar un tratado comercial humillante y lesivo de la diabólica soberanía del infierno. El averno tenía problemas económicos y el tal San Pedro se había aprovechado de nuestros apuros para otorgarnos un crédito financiero que contenía, como es de imaginar, una cláusula diabólica.
Bueno, el caso es que el Dios podía disponer de la fuerza de trabajo infernal en condiciones leoninas, y sin que esto afectara las restricciones migratorias que los diablos tenemos si cruzamos la frontera celestial. Sin apenas darnos cuenta, de pronto éramos empleados de segunda, bajo las órdenes de aquel que nos había expulsado». Luzbel hizo una pausa que más pareció sollozo. Después siguió…
«Así que, desde la extraterritorialidad de su poder financiero, el Dios nos puso a trabajar como «ángeles de la guarda» de los que había olvidado en su euforia primermundista, los niños zapatistas. Y ahora, en lugar de estar incitando al pecado a las buenas conciencias, de pervertir almas inocentes, de apadrinar líderes empresariales, de «inspirar» al gobernador panista de Querétaro, de asesorar al obispo Onésimo Cepeda, o de diseñar la campaña postelectoral del Fox, ahora estamos cuidando, en condiciones laborales miserables, a niños del sótano.
¡Resulta que somos «diablos de la guarda»!
¡Deveras!, por una paga miserable, el Dios (que, no hay que olvidarlo, es Dios de todo lo creado, incluso del infierno) nos obliga a guardar niños zapatistas. ¡Y pensar que todavía hay quien se presume de la bondad divina!…»
III.
Luzbel calló por un momento y yo aproveché para garabatear algunas letras. Y es que, no se crean, yo también me sorprendí. Tanto que, inmediatamente, le escribí a don Eduardo Galeano unas líneas, para que cuente esto en alguno de sus libros:
«Fecha: inicios del tercer milenio.
Don Galeano:
En el México neoliberal de principios del siglo XXI, los niños zapatistas son tan pobres que no alcanzan ángel de la guarda. En su lugar llevan consigo un diablo, un diablito de la guarda.
En las noches de tormenta en las montañas del sureste mexicano, los niños rezan: «Diablito de la Guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche ni de día», y así les va…
Vale. Salud y nada de mate.
El Sup.»
(fin de la carta a Galeano).
Bueno, no desquiciaré a los jefes de redacción con más puntuaciones dialogales, así que les cuento de un jalón lo que le apenaba a este «diablo de la guarda».
IV.
Resulta que a Luzbel le tocó ser jefe de una escuadra de «diablos de la guarda». No sé cuántas escuadras son necesarias para cuidar a todos los niños zapatistas (que son bastantes), pero a la de Luzbel le tocó un trabajo infernal, terrífico, diabólico. Debía de cuidar a: el Beto, el Heriberto, el Ismita, El Andulio, el Nabor, el Pedrito, la Toñita, la Eva, la Chelita, la Chagüa, la Mariya, la Regina, la Yeniperr, y finalmente, ¡horror de horrores!, al Olivio y al Marcelo.
Cuando le tocó ser «diablo de la guarda» del Beto, Luzbel se desesperó. Y no fue la agitada vida de este niño-soldado que desafía con su tiradora, lo mismo un vehículo blindado, tipo hummer y con lanzagranadas, que un helicóptero «black hawck» de la generación del TLC. Tampoco su cansado sube y baja de lomas y quebradas, buscando leña para el fogón de su casa. No, lo que desesperó a Luzbel (y lo hizo pedir su cambio de custodia) fueron las preguntas del Beto:
«¿Qué tan lejos queda la gran ciudad? ¿Es mayor que Ocosingo? ¿Cuánto mide el mar? ¿Para qué sirve tanta agua? ¿Cómo vive la gente que vive en el mar? ¿De qué tamaño es la tiradora que puede matar un helicóptero? Si el soldado tiene su casa y su familia en otro lado, ¿por qué viene a quitarnos nuestra casa y a perseguirnos hasta acá? Si el mar es tan grande como el cielo, ¿por qué no los volteamos para que se ahoguen los helicópteros y aviones del gobierno?»
Preguntas así fueron las que motivaron el cambio de trabajo de Luzbel. Pero no le fue mejor, porque entonces le asignaron cuidar al Heriberto…
– Fue terrible – confiesa Luzbel – Ese niño odia la escuela como secretario de educación pública, y a los maestros como líder sindical charro. Prefiere jugar y cazar dulces y chocolates. ¡Vieras cómo hay que correr detrás de él cuando escucha el celofán de un dulce!
Del Heriberto, Luzbel pasó a cuidar al Ismita.
Me cuenta Luzbel que un día el Ismita se puso bravo con la Marikerr (así se llama la niña, no me culpen) porque dijo que lo rompió un gajo de su nance (árbol frutal) del Ismita. ¿Pero cómo lo va a romper si está muy chiquita y el árbol está muy grande?, le preguntó Luzbel. «Se colgó y lo rompió el gajo» dijo el Ismita y miró con reprobación a la Marikerr, que estaba de colada en un asalto infantil a la tienda de «Aguascalientes». El asalto fue organizado por Luzbel porque, dice él, «los niños deben prepararse para todo, incluso para ser gobernadores». El Ismita debe andar por los 10 años, pero la desnutrición crónica le ha regalado la estatura de un niño de 4. Ismita compensa su carencia de altura física con grandeza moral. No sólo perdonó a la Marikerr por romperle el gajo a su nance, también le convidó del refresco y las galletas que obtuvo del asalto a la tienda. «Es que nadie la convida», le dijo Ismita a Luzbel cuando éste le reclamó.
La generosidad no provoca la pasión del averno, así que Luzbel se fue a cuidar al Andulio.
Después de mucho caminar, Luzbel llegó a casa del Andulio, el de la sonrisa que brilla. Al Andulio lo conocimos nosotros en aquellos días terribles de la persecución de 1995. Mayo era un caliente aliento quemando días y noches, y el Andulio se amanecía trepado a un árbol, tratando de imitar a un guajolote con su canto. No muy se acercaba con nosotros, pero una tarde descubrimos que nos aceptaba cuando pidió una grabadora y, a ritmo de un corrido, se puso a bailar. La Mar le preguntó entonces, frente a un cartel, dónde estaba el Sup. El Andulio titubeó y, un segundo después, se volteó y me señaló. El Sup no podía estar en el cartel y en el quicio de la puerta al mismo tiempo, así que al señalarme de cuerpo presente, el Andulio reiteraba su materialismo filosófico. Olvidaba decir que Andulio nació sin manos, una malformación genética le dejó dos muñones al final de los brazos.
– Ese niño no tiene manos, pero sí una sonrisa demasiado angelical – dice Luzbel para justificar su nuevo cambio. Así llegó con el Nabor.
Con Nabor no le fue mejor. Con 3 años a cuestas, el Nabor tiene una libido que dejaría apenado a Casanova. Luzbel no hacía más que sonrojarse y de plano se fue a otra comunidad. Así llegó a Guadalupe Tepeyac en el exilio.
En esta comunidad tojolabal, desalojada de sus casas por el ejército federal mexicano, le tocó hacerla de «ángel de la guarda», perdón, de «diablo de la guarda» del Pedrito. El Pedrito es un niño guadalupano nacido en el exilio. Cuando se inauguraba el Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, su madre lo trajo a luz. Con 3 años a cuestas, el Pedrito es su amigo del Lino, otro niño guadalupano. Lino nació el 9 de febrero de 1995 y tenía apenas unas horas de vidacuando fue expulsado de su casa por los soldados.
Volviendo al Pedrito, resulta que no quiere ir a la escuela. Ya lo amenazaron con llevar su caso a la asamblea de la comunidad y ni así. Yo le advertí que si no iba lo iba a denunciar en un comunicado dirigido al pueblo de México y a los pueblos y gobiernos del mundo. El Pedrito sólo me quedó mirando, encogió los hombros y dijo «mándelo usted, al fin que yo no sé leer». La Mar lo defiende diciendo que apenas tiene 3 años y el Pedrito la queda viendo y suspira enamorado. Pero ésa es otra historia, ahora estamos con Luzbel cuidando al Pedrito.
Resulta que al Pedrito se le ocurrió jugar a los caballos. Suponen bien si es que suponen que a Luzbel le tocó ser el caballo. Y suponen bien si suponen que Luzbel renunció.
– Es que ese niño aprieta mucho la cincha-, dijo para justificarse.
V.
Después del Pedrito, Luzbel decidió cambiar a un género más apacible y se dedicó a cuidar a una niña zapatista: la Toñita.
A Luzbel no le preocupó la tendencia de la Toñita a despreciar el amor que «mucho pica» (para mi escándalo, calificó su tendencia como «saludable»). Ni eso, ni el haber sido habilitado como muñeca por una Toñita emperrada en cortarle las alas.
– No hubieras sido el único al que se las hubiera cortado – dije con rencor.
El «diablo de la guarda» aguantó todo eso, pero no pudo soportar ese continuo romper y pegar la tacita de té que es la vida de las niñas zapatistas…
Así que el «diablo de la guarda» de la Toñita, renunció y pasó a cuidar a la Eva. Poco duró. A la décimoquinceava vez de ver «Escuela de Vagabundos», con Pedro Infante y Miroslava, se quedó dormido y la Eva aprovechó para bordarle unas florecitas y un «Viva el ezln» en las alas. La vergüenza hizo que Luzbel emigrara.
Después de la Eva, siguió la Chelita. Una niña morena de 6 ó 7 años y unos ojos negros como estrellas. A Luzbel le pasó lo que a todos, cuando la Chelita lo vio lo dejó helado (temperatura poco adecuada para un diablo), lo hizo volar por los cielos (rumbo nada recomendable puesto que expulsión y etcétera) y le arrancó un «¡Ave María Purísima!» que fue, eso sí, demasiado. Como si le arrancaran el alma, perdón, como si le arrancaran las alas, sintió Luzbel cuando lo quitaron de cuidar a la Chelita y lo mandaron con la Chagüa.
La Chagüa, como su nombre lo indica, no se llama «Chagüa» sino Rosaura, pero nadie la llama como se llama. Debe tener unos 8 años. En una pequeña banda de niños belicosos, quien liderea no es un niño sino una niña, la Chagüa. Ella es la primera y más veloz en subir árboles para coger cigarras, ella es la más feroz y certera en los combates con piedras y lodo, ella es la primera en lanzarse a la pelea y, hasta ahora, nadie la ha escuchado pedir cuartel. Sin embargo, cuando se acerca a nosotros, algo raro sucede: la Chagüa es una niña tierna y dulce que abraza a la Mar y le pide que le cuente un cuento o la peine o nada más la abraza y se queda callada, suspirando de cuando en cuando.
Luzbel no renunció por el desconcierto que la «tierna furia» de Chagüa le provocaba, sino porque en un zafarrancho le tocó una pedrada, y el chichón que procreó le dejó un tercer cuerno que en nada le favorecía. Así que Luzbel se fue a cuidar a otra niña, la Mariya.
La Mariya debe tener unos 7 años y en su pueblo es la que tiene mejor puntería con la tiradora. Esto lo descubrimos, nosotros y el pueblo, en uno de nuestros pasos por esas tierras.
Después de caminar varias horas, la Mar y yo nos derrumbamos en el dintel de una champa. No recuperábamos aún el resuello, cuando se dejaron venir el Húber, el Saúl, el Pichito, y un número indeterminado de niños de nombres igualmente indeterminados. Todos traían su tiradora y pedían una competencia para ver quien tenía mejor puntería. La Mariya estaba ya sentada a un lado de la Mar y no decía nada. Sin levantarme, organicé los turnos e indiqué poner una lata a 10 pasos de distancia. Pasaron todos y cada uno de ellos y la lata seguía en su sitio.
Cuando pregunté si ya habían pasado todos, la Mar dijo «Falta la Mariya».
Ante el escándalo de todos, la Mariya se incorporó y prestó una tiradora.
Un murmullo de desaprobación cimbró al grupo de varones (entre los que yo no estaba, no porque me las diera de feminista, sino porque no tenía fuerzas para levantarme y secundar a mi género).
La Mariya dedicó una rápida mirada de desprecio a los niños y eso bastó para que quedaran callados. Reinaba un silencio que poco tenía de burla y mucho de expectativa…
La Mariya tensó la tiradora, cerró un ojo, tal y como mandan los manuales de tiradora, disparó y la lata saltó con un estrépito metálico.
La Mariya y la Mar prorrumpieron en un grito de júbilo: «¡Ganamos las mujeres!».
Los niños nos quedamos estupefactos, contritos y bocabajeados. «No se preocupen», les dije para consolarlos, «la próxima vez hacemos la competencia sin que esté la Mariya». Creo que no convencí a nadie.
Luzbel está educado a la «antigüita», es decir: las tiradoras no son para las mujeres. Así que tuvo una, digamos, «crisis de conciencia machista» que llegó a reventar cuando la Mariya lo derrotó en el rudo y (ex) varonil deporte de tirarle a las latas con la resortera. Así fue como Luzbel se fue para otro lado.
En otras comunidades, Luzbel cuidó a Regina, una niña de unos 9 ó 10 años que se comporta como si tuviera 30. Madura y responsable, Regina es hermana y madre de sus hermanitos, guardaespaldas de los insurgentes, la mejor torteadora del barrio y un sol cuando se sonríe. A pesar de su experiencia en quemaduras infernales, Luzbel renunció cuando no pudo soportar el quemarse los dedos al voltear las tortillas en el comal.
– No eran las quemaduras –, me aclara Luzbel, -sino que había que levantarse a las 4 de la madrugada a hacer el fuego, moler maíz y tortear. Y eso sólo era empezar el día…–
Desvelado y con los dedos quemados, Luzbel se fue a cuidar a la Yeniperr.
La Yeniperr es un excelente ejemplo de cómo el pájaro vence a la máquina. Cuando los helicópteros sobrevuelan su comunidad, la Yeniperr los corretea con preguntas. Ante proyectiles tan fieros, los aparatos bélicos se retiran, y la Yeniperr sigue revoloteando entre tortolitas y colibríes. Cuando vuela la Yeniperr seguido se extravía, y nada tendría que temer, a no ser que cerca anden los temibles Capirucho y Capirote.
Con la Yeniperr Luzbel apenas duró unos cuantos días. Según me cuenta, no fue el miedo a los helicópteros y aviones gubernamentales lo que le hizo pedir el cambio de trabajo.
– Es que nunca se me ha dado eso de volar. Por algo soy un ángel caído…-, dice Luzbel mientras se soba las posaderas.
Jamás lo hubiera hecho, porque he aquí que a Luzbel lo asignaron, debido a la falta de personal, para cuidar a dos niños: el Olivio y el Marcelo, es decir, Capirucho y Capirote.
VI.
El Olivio, o el autodenominado «sargento Capirucho«, me ha confesado que, cuando él sea grande, va a ser «Sup». «¿Y vos Sup qué vas a ser?», me preguntó sabiendo que el cumplimiento de su aspiración me dejará sin empleo. «¿Yo?», dije para darme tiempo, «yo voy a ser un caballo, un niño caballo, y me voy a ir hasta allá, bien lejos…» y señalé un punto indefinido en el horizonte. «Vos puedes ser sargento», me consoló el Olivio mientras descubría una tortolita que revoloteaba ignorando las aspiraciones jerárquicas del hoy Capirucho y la temible tiradora que colgaba de su cuello.
«Cabo Capirote», responde el Marcelo cuando le preguntan cómo se llama. Sin pena alguna, y tal vez haciendo uso del fuero militar de su «grado», se mete donde quiere y empieza a buscar dulces, chocolates, a contar historias increíbles, o se pone a espiar a las mujeres cuando se bañan.
El Olivio y el Marcelo, Capirucho y Capirote. Estos dos niños juegan a desconcertarse mutuamente cuando se ponen a decir poesías. 4 poemas forman su repertorio, y siempre se las ingenian para mezclar unas con otras. ¿El resultado? No importa, si al final obtienen una paleta de dulce o un chocolate, si pueden dibujar «caniquitas» o salir a cazar, siempre infructuosamente, pájaros zanates. Piensan Capirucho y Capirote que no hay mejor remedio para el desamor que un buen zanate para comer juntos.
Estos dos enanos, perdón, niños, tienen la batería sobrecargada. Tienen unos 7 años y cada día amplían su radio de acción. Por entre espinas y acahuales persiguen al «erello» (una especie de salamandra de hasta un metro de largo), pero no se le acercan mucho. A Luzbel lo han traído de un lado a otro, tiene las alas llenas de espinas y raspones, le llenaron las bolsas de guijarros (para la tiradora) y lo «tarantan» con su bla-bla constante. Las noches no le alcanzan a Luzbel para recuperarse, y temprano tiene que ir detrás de ellos a pescar caracol, cangrejo y «camarona», ir al cafetal, ser picados por hormigas, abejas o por cualquier animal «salvaje» de la comunidad, patear una pelota desinflada, comer todo lo que encuentran a su mano y altura, y escucharlos contar hazañas que nunca ocurrieron. Pero lo que más le deprime a Luzbel es que lo ponen de tiro al blanco para practicar con la tiradora.
Luzbel está ya viejo, su edad se remonta al inicio del tiempo. Digo esto no para que le tengan lástima, sino para que lo comprendan. Yo conozco al Capirucho y al Capirote, y estoy seguro que la labor de cuidarlos dejaría agotado al mismo Dios (que, dicho sea de paso, tampoco es joven).
Por eso no me sorprendió Luzbel cuando me dijo que renunciaba definitivamente a cuidar niños y niñas zapatistas.
– Mejor me voy a Kosovo o a Ruanda o a cualquier otro lugar donde la ONU cumpla su misión de promover guerras– dice Luzbel mientras se incorpora, – De seguro que ahí hay más tranquilidad –
Y, ya por alejarse, agregó:
– O a la diócesis de Ecatepec o a la cúpula empresarial mexicana, que viene a ser lo mismo. Ahí hay corrupción, mentiras, ultrajes, robos y todas esas maldades más propias de los diablos ortodoxos como yo -.
Entiendo la desesperación y el desconsuelo de Luzbel. Estoy seguro que hubiera preferido no tratar de organizar ningún sindicato angelical si hubiera sabido que, a la vuelta del tiempo, iba a tener que andar tras de estos niños.
A la luz de un cocuyo, agregué una posdata a la carta para Eduardo Galeano:
«P.D. QUE APORTA MÁS DATOS.– Don Eduardo: En las montañas indígenas de México, Dios no vive. Y el diablo, ni aunque le paguen…»
Ya casi amanecía, así que me despedí de Luzbel y regresé con la Mar.
VII.
La mayoría de los niños y niñas zapatistas de Guadalupe Tepeyac en el exilio, nacieron y crecieron lejos de su hogar. En el gobierno mexicano hay ahora otro partido político y estos niños siguen siendo rehenes (ahora de quienes se autodenominan «promotores del cambio») para imponernos la rendición. ¿Qué ha cambiado para estos niños? La historia de su poblado original les parece como de cuento, tan lejos está en tiempo y espacio que les parece un viaje muy largo volver a él. Complicados y mezquinos cálculos políticos y una soberbia estúpida son los que los expulsaron de su pueblo y los que se niegan a devolverles lo que les pertenece.
No sólo en este pueblo errante, en todas las comunidades zapatistas los niños y niñas crecen y se van haciendo jóvenes y adultos en medio de una guerra. Pero, contra lo que se pueda pensar, las enseñanzas que reciben de sus pueblos no son de odio y venganza, mucho menos de desesperanza y tristeza. No, en las montañas del sureste mexicano los niños crecen aprendiendo que «esperanza» es una palabra que se pronuncia en colectivo, y aprenden a vivir la dignidad y el respeto al diferente. Tal vez una de las diferencias de estos niños con los de otras partes, es que éstos aprenden desde pequeños a ver el mañana.
Más y más niños y niñas seguirán naciendo en las montañas del sureste mexicano. Serán zapatistas y, como tales, no alcanzarán a tener un ángel de la guarda. Nosotros, «pobres diablos», habremos de cuidarlos hasta que se hagan grandes. Grandes como nosotros, los zapatistas, los más pequeños…
Desde las montañas del Sureste Mexicano.
Subcomandante Insurgente Marcos.
México, Febrero del 2001.
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