A la insurgente Lucha,
quien el 9 de septiembre,
al morir, nos legó lo único
que tenía: su ejemplo
Montañas del sureste mexicano. Como cada tanto, la luna se ha dejado caer sobre la colina. Un estrépito de cristales rotos es seguido por un murmullo. Parece un arroyo. Parece lluvia. Son pasos. Miles de ellos. Un ejército de sombras se afana recogiendo los pedazos del espejo roto. Con cuidado van acomodando las piezas del rompecabezas que tratará de ser reflejo de esa fragmentada realidad que, ¿quién lo duda?, no deja de moverse. Con alegre inquietud se dan cuenta de que faltan algunas piezas. Aunque los pedazos recogidos apenas han permitido construir un espejo incompleto y mal pegado, se alcanza a ver en su reflejo, si bien no claras, figuras que ya no son sólo manchas informes. Despacio levantan el espejo parchado y lo apuntan hacia occidente, justo en el rumbo en el que ese otro espejo que brilla allá arriba cada mañana, empeña su paso día a día.
Sin dejar de vernos, pero viendo sobre todo lo otro y los otros, éstos que somos, guerreros escribidores, tomamos la palabra.
Allá arriba todos le disparan a los relojes
México 2 de julio del año 2000. Horas de la noche. Los medios de comunicación electrónica, el IFE, Zedillo, los candidatos y los partidos políticos (en ese orden) dicen lo que no se había escuchado en los últimos 71 años: el PRI pierde la Presidencia de la República.
Atrás quedaron las campañas electorales de los partidos políticos, las más caras de la historia y las de más bajo nivel político. El punto común en estas campañas fue un profundo desprecio al ciudadano. Más cercanas a la publicidad mercantil, las campañas por la Presidencia concibieron al ciudadano como un desmemoriado comprador que paga al contado, no hace muchas preguntas y no exige garantía. En su empecinada marcha con rumbo divergente al de la ciudadanía, la clase política mexicana padeció la disparidad entre sus ofrecimientos y las expectativas de la gente. Después de concienzudos análisis (y un derroche millonario en sueldos de asesores) los políticos descubrieron algo incomprensible: la gente quería un cambio. Así que sobre el «cambio» se concentraron las ofertas. De «cambio» hablaron los tres principales candidatos a la Presidencia de la República.
Pero eso ha quedado atrás para ese día. El 2 de julio se esperan respuestas de quienes nunca han tenido derecho a escoger las preguntas. Mucho se dijo, se dice y se dirá sobre lo ocurrido ese día 2 de julio del año 2000, pero para los escribidores está claro que la respuesta fue, mayoritariamente, una: «¡NO!».
Con este «¡NO!» hecho arma y bandera, una multitud anónima de mexicanos y mexicanas le dieron el tiro de gracia a un sistema político que, por más de siete décadas, sembró de catástrofes y cadáveres la historia nacional. Los muertos en el camino no eran pocos: la justicia, la democracia, la libertad, la soberanía nacional, la paz, la vida digna, la verdad, la legitimidad, la vergüenza y, sobre todo, la esperanza. Esos muertos que reviven cada tanto: 1965, 1968, 1985, 1988, 1994, 1997.
Para hablar de muertos vivos no hay como los escribidores, muertos ellos y tan vivos. Y dicen que ese 2 de julio murieron unos muertos (entre otros: el sistema de partido de Estado) y otros muertos vivieron (entre otros, los ciudadanos). El 2 de julio del 2000 no hizo sino confirmar un secreto a voces: la crisis del sistema de partido de Estado. El hecho de que, del número total de votantes, la cuenta a favor del candidato del PRI no haya sido suficiente para conquistar la Presidencia de la República no es lo más llamativo. Lo que llama la atención es que todo el aparato de Estado no haya sido capaz de conseguir lo que había logrado (aunque con dificultad creciente en los últimos sexenios) en estos 71 años: el fraude electoral en sus diversas modalidades. A pesar de amenazas, chantajes, engaños, mentiras y crímenes, más de 40 millones de mexicanos dijeron «¡NO!» al sistema político que, ventrílocuo tramposo, había suplantado la voz de los más con un «¡SI!» que fue perdiendo brillo al paso de los años.
Sin embargo, por su naturaleza, por la diversidad de causas que lo motivan, este «¡NO!» dificulta su escucha y permite que otros ruidos lo apaguen.
Los muertos muertos el 2 de julio dejan muchos vacíos, y el anonimato de los muertos vivos permite que el espacio protagónico que les corresponde aparezca también vacío. Comienza así la disputa marcos sale por llenar ese hueco y adjudicarse el título de vencedor. Y para eso se atropellan entre sí el IFE, Zedillo, Fox, los partidos políticos, y algunos intelectuales de letras y vergüenza muertas.
Si se entendiera el significado real de lo que ocurrió el 2 de julio, los medios de comunicación no se darían abasto para entrevistar a los protagonistas: millones de hombres y mujeres. En el campo y en las calles anda una multitud de héroes anónimos, a los que habría que detener, felicitarlos por el acto de rebeldía fecunda, pedirles un autógrafo y una foto, y decirles en tono franco: ¡no te rindas! Como esto no fue posible, los medios de comunicación dudaron en su elección sobre quién fue el protagonista: ¿el IFE? A pesar de las poses de su presidente, apenas dio para unas horas, nadie lo suscribió. ¿Zedillo?, gracias a los dineros soltados a diestra y siniestra, duró algunos días, pero el problema fue que no tenía más que aceptar los resultados, ¿o era una opción el delinquir desconociendo la derrota? No se puede mantener la popularidad de un personaje sobre la base de que pudo ser un delincuente electoral y no lo fue. ¿Fox? nadie, ni él, lo creyó. Entonces, ¿quién fue el protagonista de ese 2 de julio? ¿El país? ¿La Nación? Es muy problemático levantar un monumento a la Nación y no dejaría de ser extraño promover la edificación de una estatua en honor al «ciudadano desconocido».
2 de julio. Está el nombre del derrotado. Pero el nombre del vencedor sigue vacante. Como el tiempo corre, allá arriba unos y otros disparan a los relojes gritando: «¡momento! ¡la historia soy yo!». Este grito oculta la pregunta que se hacen internamente: «¿Qué pasó?».
Dispara al reloj el Partido Revolucionario Institucional cuando se descubre despojo de un reino en el que, se supone, los súbditos agradecerían, por siempre jamás, la bendición de ser gobernados por el PRI. En lugar de agradecimientos y matracas, el 2 de julio le ha dejado un boquete definitivo debajo de la línea de flotación. Como la inercia es también ley política, la dirigencia del PRI agacha cabeza y lomo para acatar… la decisión de Zedillo de rendirse ante una evidencia que, por primera vez, llegaba a las ocho columnas: la mayoría de los mexicanos rechaza al PRI. La sumisión duró minutos, si acaso horas. Pronto surgieron lamentos, después se convirtieron en reclamos, más tarde en acusaciones: «el responsable de la derrota del PRI es Zedillo». A la pregunta «¿quién venció al PRI?», los priistas responden: «Zedillo». Y el gris hombrecito, que a partir de hoy buscará inútilmente un paraguas que lo proteja de lo inevitable, no fue más que un gris enterrador. Al disparar al reloj y gritar «¡Fue Zedillo!», los priistas olvidan algo fundamental: su historia. Porque la derrota del PRI es producto de su historia. Lo que los priistas no han comprendido es que la Presidencia de la República la empezaron a perder en… ¡1982!, cuando Miguel de la Madrid Hurtado asumió la titularidad del Poder Ejecutivo federal.
Con la llegada de De la Madrid, una nueva clase política se abrió paso en el PRI: la de los tecnócratas. Además de sus estudios superiores en el extranjero, los tecnócratas tenían en común su falta de sensibilidad frente a los problemas sociales, la ausencia de militancia partidaria y una concepción del Estado que difería diametralmente a la de los «viejos» priístas. Los tecnócratas se hicieron del poder y, por tanto, del PRI. En los gobiernos anteriores el PRI, esa vergonzante secretaría de Estado, había mantenido una relación más o menos estable con las organizaciones y grupos del partido gracias a los programas sociales. Pero la llegada de los tecnócratas dejó de lado la política social y, con ella, la base del mantenimiento del PRI. No sólo eso, «El PRI no era ya, por otro lado, el espacio en donde se forjaban las carreras políticas, y la noticia, dada a conocer al poco tiempo de la llegada de la tecnocracia al poder, tuvo un fuerte impacto entre los priístas. La mayoría de los funcionarios altos y medios del gobierno delamadridista no sólo no tenían carrera de partido, sino que no eran miembros del PRI, y esto generó un enorme escándalo». (Luis Javier Garrido, «La ruptura (1982-1988)», en Proceso. Edición Especial: «El infierno del PRI». Agosto del 2000. p. 48.)
Entonces el PRI se transformó en una agencia de colocación de técnicos de la administración pública.
No sólo eso, la omnipresencia del PRI en el poder hizo que la alternancia (porque eso y sólo eso es la llegada de Fox) se presentara como transición. Culpables de que, para la mayoría de los ciudadanos, la democratización del país fuera ligada a la derrota del PRI son los últimos titulares del Poder Ejecutivo y sus respectivos gabinetes, sus políticas económicas y sociales, su manejo discrecional del presupuesto y sus ligas con el narcotráfico. Son culpables también los gobernadores y presidentes municipales priístas que construyeron cacicazgos regionales sobre los cadáveres de sus opositores y sobre la pobreza de sus gobernados; los diputados y senadores que vieron impávidos cómo el Estado social era desmantelado y apoyaron las iniciativas neoliberales por un puñado de billetes; los «alquimistas» electorales que defraudaron una y otra vez a millones de ciudadanos; los jueces corruptos y venales; los policías ladrones; el ejército criminal; los boletineros disfrazados de periodistas. En fin, los culpables de que millones de mexicanos vieran al PRI como un obstáculo para el bienestar y el buen gobierno fueron… los priístas (Zedillo incluido).
Dispararon al reloj el PRD y el neocardenismo cuando descubren que la caída del PRI no implicaba la victoria del PRD. Acostumbrados a pensarse con el monopolio de oposición al PRI, los perredistas no concebían el fin del sistema de partido de Estado sin ellos a la cabeza. Y he aquí que el PRI perdió la presidencia y el PRD no la ganó. Detened entonces el reloj para tratar de entender qué pasó. O más bien, ¿quién es el culpable de que la historia no se someta a los estatutos del partido? En los primeros días, para algunos intelectuales neocardenistas, los culpables son los votantes que no sufragaron por Cárdenas Solórzano. Sintiéndose «traicionados» por el pueblo, con rencor prometieron toda clase de plagas y males para el país: «ahora sí verán lo que es represión, ahora sí verán lo que es neoliberalismo, ahora sí verán lo que es el fascismo, ahora sí…». Pero alguien llamó a la cordura y, ¡enhorabuena!, entonces sí se empezó a buscar la respuesta para la pregunta que todos los perredistas se hacen: «¿por qué perdimos como perdimos?».
En la campaña electoral, la izquierda parlamentaria mostró que la posesión del poder político es también la posesión de los fantasmas que lo rondan. Para el PRD, toda movilización social que no fuera bajo su férula, toda inconformidad más o menos organizada fuera de su influencia, y toda crítica hecha en otro tono que no fuera el del silencio, eran parte de una conspiración que pretendía arruinar las aspiraciones de su candidato presidencial, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Así enfocó la huelga estudiantil de la UNAM (1999-2000), las denuncias por fraude en el proceso de elección interna (1999), las quejas ciudadanas por las deficiencias en las labores gubernamentales del Distrito Federal (1997-200), y las críticas que la prensa honesta hizo a su desempeño como gobierno (1997-2000) (aunque no hay que olvidar a los medios de comunicación que se autoerigieron en «santa inquisición» obedeciendo a intereses ilegítimos: la reverencia ante el príncipe exiliado o la defensa del locutor narco).
Es de preocupar el hecho de que, para la dirigencia del PRD, el cambio democrático sólo se dará cuando sus candidatos lleguen al poder. Preocupa porque, en llegando a él, uno de sus primeros decretos será dar por finalizada la lucha por la democracia, y todo aquel que ose levantar esa bandera será tachado (y perseguido, porque para eso sirve el aparato de Estado) de saboteador, agente de la derecha o el mote que entonces esté de moda.
La campaña presidencial del PRD empezó obsesionada por el centro (en política, el centro no es más que la derecha en tránsito de asentarse), y luego se corrió hacia la izquierda. Pero en el camino de este corrimiento dejó varios lesionados: la credibilidad, la confianza, la coherencia y la esperanza.
Las pláticas con el PAN para presentar una candidatura común y el rompimiento posterior, el afán por mostrarse «compatible» con el poder de Zedillo (esa incomprensible despedida de Cárdenas con Zedillo después de dejar la gubernatura del Distrito Federal); el desaseado (por decir lo menos) proceso electoral interno para elegir presidente del PRD, por mencionar algunas, fueron muestras de la peligrosa cercanía del PRD a las prácticas políticas contra las que lucha.
Sobre su llamada «crisis interna», el PRD es quien tiene la palabra. Sólo nos cabe decir que el hecho de que Cuauhtémoc Cárdenas se haya mantenido en su candidatura, sin ceder a la pretensión de renunciar a ella a favor de Fox, es lo que ahora permite hablar de una crisis del partido. Si hubiera renunciado, ni siquiera habría ya partido.
Con todo, la sobrevivencia de una corriente de izquierda dentro del PRD alienta aún las esperanzas en que la opción electoral de izquierda no naufrague en la tempestad del mercado político. Hay dirigentes, cuadros medios y, sobre todo, militantes de base que saben que las fortalezas sólo se construyen desde abajo, y que los anhelos que alientan con su batallar rebasan con mucho los límites de un partido político.
Por ahora, el PRD puede tomarse su tiempo para reorganizarse o refundarse. No se ve nada en el horizonte político que pueda disputarle su lugar de izquierda electoral. Ojalá y esta falta de contrapesos a la izquierda electoral del PRD no permita que el imán de la derecha lo saque del lugar que debe ocupar.
Dispara al reloj el Partido Acción Nacional cuando descubre que por fin derrotó al PRI en la elección presidencial y, sin embargo, no tiene el poder. Después de que, durante décadas, fue despojado de triunfos legítimos, el PAN vuelve a enfrentar un despojo, pero ahora no es el partido de Estado o el gobierno quienes le quitan el triunfo. Primero una estructura paralela (los «Amigos de Fox») le arrebató la iniciativa para decidir quién sería su candidato a la Presidencia. Apenas ingresado al PAN hace 12 años, Vicente Fox armó un equipo extra-partido (que no tardó en convertirse en supra-partido) para impulsar su precandidatura, y luego para promover su candidatura a la Presidencia. Atrapada en el ritmo que le marcaron los «Amigos de Fox», la dirigencia panista no tardó en doblar las manos y, en una elección interna semejante a la de los partidos republicano y demócrata en la Unión Americana, se limitó a ratificar lo que los «Amigos de Fox» ya habían decidido.
Al igual que en el PRI, los políticos tradicionales o históricos del PAN (los «doctrinarios») son desplazados por una camada de neopolíticos que no sólo han pasado de ser empresarios a políticos (los llamados «bárbaros»), también han cargado con sus métodos empresariales y los aplican al quehacer partidario. El PAN de hoy poco tiene que ver con aquel de González Morfín y de Gómez Morín. La tenaz resistencia del panismo de ayer, reacio a las imposiciones y las componendas palaciegas, es remplazada por el pragmatismo de concertaciones secretas. La política como negocio entre dos (te doy me das) y no como ejercicio ciudadano y colectivo. Con este PAN, la mesa quedó servida para que Fox usara como trampolín una historia y una estructura sólidas, con prestigio y eficientes. Pocas organizaciones políticas se pueden preciar de tener la homogeneidad y el espíritu de cuerpo del Partido Acción Nacional de ayer, y pocas se han deteriorado tanto en estos aspectos y en tan poco tiempo como el PAN de hoy.
La política conservadora de Acción Nacional fue tomada como cobijo de la derecha moderada desde tiempo atrás. Con el ascenso de Fox, primero dentro del PAN, luego en la campaña, y ahora con el triunfo, la ultraderecha vio el paraguas, el reflector y la tribuna que buscaba. Así, en torno a Acción Nacional se da una lucha sorda entre ultras y moderados de derecha. En el transcurso del diferendo el partido se va desvaneciendo, va perdiendo perfil y, así parece, sólo aporta a un Fox triunfante dos cosas: el color azul y el cuerpo que habrá de ser responsable de los errores del nuevo Ejecutivo federal.
Aunque aún hay ingenuos que sostienen que el PAN ganó la Presidencia de la República, los militantes de Acción Nacional saben que no es así y que, ahora más que en los días en que el PRI era omnipotente, será más difícil que lo logren.
Disparan al reloj los partidos políticos cuando se dan cuenta de que el 2 de julio les demostró que no tienen grandes diferencias con un club social. Las pasadas elecciones federales ratificaron lo que los años pasados ya insinuaban: no son ya necesarias ni la militancia partidaria ni las propuestas programáticas. La memoria partidaria es ahora suplida por las campañas comerciales y el mejor político es el mejor trapecista.
Los tres partidos políticos más grandes de México han visto cómo los principios doctrinarios son tan perdurables como los equipos de computación: duran apenas unos días. Así que los viejos referentes de geometría política sirven de muy poco a la hora de tratar de explicar los saltos continuos de políticos de una a otra bandera.
Si ayer los partidos políticos eran concebidos para formar militantes a través de los cuales se difundían las propuestas políticas, se crecía y se llegaba al Poder, hoy eso ha cambiado sustancialmente. Los partidos siguen siendo los instrumentos para llegar al Poder, pero ahora son algo más parecido a un trampolín que a una escuela. Personajes de todo tipo deambulan de uno a otro partido sin que los cambios les hagan mella alguna y sin importar que los principios, programas y estatutos de las organizaciones por las que transitan no sólo difieran, sino que se contradigan puntualmente.
¿Cuántos panistas de carrera están en el gabinete de Fox? ¿No es él mismo un «novato» con apenas 12 años de militancia partidaria? ¿Por cuál partido no ha pasado Porfirio Muñoz Ledo? Fuera de López Obrador, ¿qué otro gobernador perredista no era priísta la víspera de la selección de candidatos? En Tabasco, ¿el ataque más virulento en contra del candidato del PRI no vino de un priísta (Arturo Núñez)? ¿No estaban los señores Jorge Castañeda y Adolfo Aguilar Zínzer asesorando a un partido contrario al señor Fox apenas hace seis años? De la tripulación del barco hundido zedillista, ¿cuántos hicieron su carrera política en el PRI?
No poco a poco, sino aceleradamente los partidos políticos se van convirtiendo en cascarones vacíos que sólo sirven para darle identidad común a un grupo de ciudadanos, de la misma manera en que tienen identidad común los fans de un equipo deportivo. Los grandes ideólogos y los analistas políticos no se forman dentro de los partidos políticos, sino en sus periferias. PRI, PAN y PRD recurren invariablemente a personas que no son de su partido para pedir consejo, asesoría, orientación o para que, de plano, les digan qué hacer. Al dispararle al reloj, los partidos políticos olvidan que le tiran al espejo: el presente del PRI les señala su futuro.
Dispara al reloj el presidente del IFE cuando reclama para él y su multimillonario presupuesto el mérito de la derrota del sistema de partido de Estado. Ensordecido por sus disparos, el IFE «olvida» varias cosas: el gran desequilibrio en el acceso de los partidos políticos a los medios de comunicación; el uso de recursos públicos para inducir el voto a favor del PRI; los delitos electorales que, aunque los encabezó sin competidor cercano, no fueron exclusivos del PRI; el papel de los observadores electorales nacionales e internacionales; el dique que algunos medios de comunicación opusieron a la probable resistencia del PRI y del gobierno a reconocer los resultados (ojo: «algunos», otros, como el Excélsior de Díaz Redondo, estaban dispuestos a todo por una módica suma); y, sobre todo, olvida a los ciudadanos.
La vanagloria del presidente del IFE pretende escamotear algo sustancial en el pasado proceso electoral federal: millones de mexicanas y mexicanos se resistieron a la maquinaria electoral del Estado y marcaron las boletas según sus preferencias. Sin despreciar lo avanzado en materia electoral (ciudadanización del IFE, mayor apertura en los medios de comunicación, observación electoral), lo más importante del 2 de julio es la rebelión de millones.
Dispara al reloj el Foxi-equipo cuando se ve con el Poder y descubre esa ley de la dialéctica que dice: «una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa». Hacer una campaña electoral y preparar un equipo y un programa de gobierno no son la misma cosa. Y están enojados en el Foxi-equipo. En lugar de agradecimientos y caravanas de veneración han topado con una prensa vigilante y crítica, con unos ciudadanos que se empeñan en seguir siendo ciudadanos. Ven con decepción y enfado que los grandes problemas nacionales no se solucionaron con la pura noticia de su llegada al gobierno. Descubren con angustia que las cosas ya no se pueden enfrentar con monosílabos («¡Ya!, ¡ya!, ¡ya!», «¡Hoy!, ¡hoy!, ¡hoy!»), y que lo que funcionó como slogan de campaña no funciona como plan de gobierno. Ven con impotencia que la vieja política aún tiene tendidas redes frente a las que poco o nada puede la mentalidad empresarial. Han descubierto que el escenario en el que presentan su obra «Soy Alternancia, pero llamadme Transición» está prendido con alfileres. ¿Cuánto tiempo podía sostenerse el esfuerzo por presentar un cambio de gobernante como si fuera la transición democrática?
Al disparar el reloj el Foxi-equipo grita: «¡Momento!, ahora que tengo el poder quiero que las cosas sigan igual, que la gente vuelva a la pasividad y al conformismo, que los medios de comunicación regresen a sus telenovelas, horas musicales y tiras cómicas, que los rebeldes de toda la vida se tornen sumisos y obedientes, que La Loba se vuelva cordero y que los paramilitares renieguen de sus amos los generales, que los indígenas renuncien a sus demandas y se conformen con «vocho, tele y changarro», que las mujeres se dejen de cosas maléficas como esa de pretender decidir sobre sus cuerpos, que los jóvenes esperen con paciencia y resignación su lugar en la pesadilla, que los homosexuales y lesbianas se autoexilien en clósets colectivos (bien apartados, eso sí), que los obreros descubran su error y se conviertan en prósperos capitanes de industria, que los campesinos abandonen ese absurdo histórico que reza: «la tierra es de quien la trabaja» y hagan de trabajar en el rancho de San Cristóbal (o su equivalente) su máxima aspiración, que maestros, estudiantes, colonos, taxistas, empleados y los etcéteras que pueblan la realidad nacional sólo hagan manifestaciones si son para aclamar a los nuevos salvadores de la Patria y pedir que, lo menos, nos duren 71 años».
Grita y dispara el Foxi-equipo, pero nadie lo escucha. O más bien, todos lo escuchan muy bien y por eso repiten el «¡No!» que originó todo este desbarajuste.
Allá arriba casi todos disparan contra el reloj para detener la hora. Abajo algunos sonríen y manipulan el reloj. No para retrasarlo. No para detenerlo. No para que vaya más deprisa. Sólo para darle cuerda y así la hora llegue como debe llegar, es decir, con todos y a tiempo…
Contradiciendo a la física, el vacío en política es también un espacio de acción
El 2 de julio el PRI no sólo perdió la presidencia de la República, también tuvo una derrota histórica. Esta derrota es producto de muchas luchas. El no reconocerlo y no comportarse en consecuencia es una mezquindad.
El derrumbe del sistema de partido de Estado dejó un vacío. Y hay que llenar ese vacío. Es decir, no se trata sólo de reclamar el título de vencedor histórico, sino también (y sobre todo) de ocupar el espacio que ha dejado vacante el PRI. Y aunque este vacío significa desgobierno, desconcierto y desorganización, también significa que muchas fuerzas han quedado libres de ataduras y lógicas perversas. Cinco meses después del 2 de julio el espacio sigue vacante. El relevo de una clase política por otra no podrá darse de acuerdo a las «viejas reglas». En estos meses han prevalecido la confusión, el desorden y el caos. La mal llamada «transición de terciopelo» tiene la tersura de una lija para fierro.
No hay transición democrática. Hay alternancia. Y como prueba que el espacio dejado por el sistema de partido de Estado sigue vacante, está que el programa para la nueva clase política (o empresarial-política) que se encumbra con el Foxi-equipo no es operar la alternancia (Zedillo les sirvió la mesa –mal por cierto, como todo lo que hizo–), sino convencer a la gente de que debe volver a su pasividad anterior y «dejar que el gobierno gobierne».
La dificultad que el Foxi-equipo tiene para ocupar el espacio que deja el PRI se explica porque, aunque no se puede hablar de «transición democrática», sí hay un cambio radical en la cultura política en los ciudadanos. Y no sólo en ellos, también en algunos medios de comunicación. Lo que será la nueva «piedra en el zapato» en el Ejecutivo federal, según revelan los gestos de Martha Sahagún, pretende ser enfrentada con métodos harto «democráticos»: una estructura de comunicación presidencial que, más que informar, se encargue de «proteger» la información; y una legislación que «controle» (es decir, «censure», pero se evita la palabra) a la prensa.
La ofensiva de la derecha (la penalización del aborto de mujeres violadas en Guanajuato, la beligerancia de Pro Vida), la respuesta organizada de grupos feministas, la resistencia ciudadana a aceptar sin chistar los intentos de gravar con el IVA alimentos y medicinas, el escándalo del Registro Nacional de Vehículos (Renave), la ofensiva de Salinas y la contraofensiva de Zedillo, las movilizaciones de los trabajadores al servicio del Estado y el ridículo de la PGR en sus acciones contra los paramilitares en Chiapas, le han revelado al Foxi-equipo que en el panorama nacional casi nadie se ha creído lo de la transición democrática.
Por lo que se alcanza a ver en el gabinete de Fox, sus señales y tendencias son de que habrá poca política y mucha administración. De hecho, son pocos los políticos-políticos en el gabinete. Abundan, en cambio, los gerentes. Si el nuevo Ejecutivo federal ha renunciado a hacer política, entonces este quehacer (indispensable en el arte de gobernar) deberá ser enfrentado por los otros poderes de la Unión, en concreto, por el Congreso de la Unión (la Cámara de Diputados y la de Senadores).
Para cumplir con esta tarea (y que Fox no piensa hacer) que dejó el vacío generado por la derrota del PRI, el Congreso de la Unión tiene un reto múltiple:
La principal tarea es no permitir que el presidencialismo se recomponga, así sea con un Ejecutivo de otro signo político como titular. La vida republicana verdadera necesita, entre otras cosas, de un real equilibrio de poderes. El lugar que en la República debe ocupar el Poder Legislativo no le será otorgado por gracia del Ejecutivo federal, sino que es algo por lo que deben luchar los diputados y senadores. No son de despreciar los avances que en esto tuvieron las dos pasadas legislaturas.
El Congreso de la Unión deberá revertir la inercia de ser caja de resonancia del Ejecutivo. El equilibrio en la composición de las dos Cámaras obligará a los legisladores al diálogo entre sí como representantes populares y no como representantes de partidos. El Poder Legislativo no debe convertirse en la arena de boxeo político (a veces no es sólo político) entre los representantes. No porque eso signifique que renuncian a sus diferencias y antagonismos, sino porque el espacio de confrontación de esas diferencias y antagonismos está en el terreno electoral, frente a los ciudadanos. Como legisladores, su deber no está para con el partido al que representan, ni sólo con los electores que votaron por ellos, sino con un país que acaba de sacudirse una pesada carga y debe labrarse un porvenir.
Deberá superar el control-suplantación de los dirigentes de los partidos políticos. Como parte del sistema político que fue derrotado el 2 de julio, está la suplantación que no pocas veces realizan las dirigencias partidarias. No fueron pocas las leyes que en el pasado inmediato fueron negociadas entre el Ejecutivo y las direcciones de los partidos políticos, dejando a los legisladores en el papel de recibir «línea», los unos del Ejecutivo y los otros de sus partidos políticos. La lógica de dirigente de partido no es la misma que la del legislador. No decimos que una sea «buena» y la otra «mala», sólo que son diferentes. El dirigente de partido hace lo que necesita su organización, el legislador debe hacer lo que necesita el país. No es lo mismo.
Deberá tener visión de Estado. No sólo porque será inútil esperarla del Ejecutivo, también porque el impacto del quehacer legislativo es transexenal. Mientras las acciones del Ejecutivo difícilmente irán más allá de su tiempo de gobierno, las de los legisladores (en tanto que «hacedores de leyes») van mucho más lejos que los tres o seis años que dura su cargo.
Deberá ser sensible a los grandes problemas nacionales. La mayoría de los legisladores sabe que los puntos principales de la agenda nacional no se pueden afrontar con criterios empresariales, que son necesarios el diálogo, la construcción de puentes y la búsqueda de acuerdos. El rendimiento productivo, el abaratamiento de costos y la apertura de mercados son parámetros que difícilmente pueden orientar la suprema tarea de hacer leyes nacionales. Para solucionar los grandes problemas son necesarias la inteligencia, la creatividad y la audacia. De otra forma, la labor legislativa se convierte en una instancia de «parchados y remiendos». Y para no caer en esto, deberá también abandonar la tentación (tan cara a los regímenes anteriores) de administrar conflictos y dosificar soluciones.
Deberá contra-legislar y legislar de modo que la soberanía nacional sea rescatable y pueda enfrentar la emergencia de viejas-nuevas realidades (indígenas, mujeres, obreros, campesinos, homosexuales y lesbianas, jóvenes, niños, amas de casa, colonos, pequeños y medianos propietarios y comerciantes).
Pero si el Congreso de la Unión tiene un papel importante en la consecución, ahora sí, de la transición democrática, la posibilidad de la real transición está en la movilización de la sociedad, en su negarse a ser ciudadanía sólo en las fechas electorales. Ser ciudadano no es sólo pagar impuestos y cumplir las leyes. Es también demandar satisfacción, exigir resultados y vigilar desempeños.
Con ciudadanos de tiempo completo, con democracia no sólo electoral, México no será el mejor de los Méxicos posibles, pero sí podrá decidir en colectivo su destino, y eso será la transición democrática.
Si esta transición será pacífica, dependerá de que los poderes de la Unión abandonen el espejo, sea para lamentarse, sea para admirarse, y se enfrenten a la realidad de la única forma que vale la pena: con la intención de transformarla.
El triunfo de Fox abre espacios para la ultraderecha. La beligerancia de ésta no debe ser contemplada con la placidez del «se los dije», sino que debe ser enfrentada con la movilización y la razón argumentada. Hechos aparentemente aislados pueden convertirse en «política de Estado» (asalto a la obra artística, penalización del aborto de mujeres violadas, la segregación de homosexuales y lesbianas, la persecución del cuerpo, la satanización de lo sexual, la beligerancia de las sotanas, el protagonismo político de la jerarquía eclesiástica y el auge de los grupos que apadrina). La izquierda debe tener cuidado en no reproducir estos métodos (con el aliento del rating), como fue el caso del gobierno del Distrito Federal, en el asunto de los llamados giros negros.
Hace ya tiempo que la política dejó de ser un quehacer honorable, creativo, audaz, imaginativo. Ahora es la inercia, la autocomplacencia y el autismo. La política no se dicta (ni se disputa) ya en las Cámaras o las casas de gobierno, sino en los grandes centros financieros. En la destrucción de las viejas clases políticas, la globalización deja vacíos momentáneos. La derrota del PRI abre un gran espacio para la acción política partidaria y ciudadana. El derrumbe del sistema de partido de Estado dejará libres muchas fuerzas que pueden y deben orientarse a la transformación del país en una Nación libre y soberana.
Las organizaciones políticas y sociales tienen que entenderlo así. La crisis terminal del partido de Estado (y no el triunfo de Fox) representa una oportunidad de que la moneda caiga del lado de la transformación.
Si, como se ve, el aliento que la vida política nacional recibió en torno al 2 de julio sigue, quienes fueron los protagonistas de esa fecha (los ciudadanos) volverán, una y otra vez, a ocupar el lugar que les toca. En ellos está la esperanza de que todo no acabe en una lamentable comedia (aunque con tintes trágicos) de ésas con que la historia suele sancionar las obras inconclusas.
«Transición democrática». El término se escucha mucho ahora allá arriba, en la clase política. Pero el que se convierta en realidad depende de la movilización de la sociedad, no de los decretos que el Poder expida.
Darle cuerda al reloj y señalar una ventana (pero pensando en una puerta)
En el reloj de la historia mexicana la hora está en disputa todavía: entre la clase política y la gente.
En el calendario la hoja que marca «2 de Julio» termina por caer.
Una ventana se abrió, unos se empeñan en cerrarla de nuevo, otros en llamar a conformarse con la contemplación.
Pero otros, los más, buscan ya la forma de abrir una puerta y salir.
Porque una casa sin puertas para entrar y salir, no es más que una caja negra donde la realidad se refleja siempre invertida y convence, a quienes la habitan, de que ese mundo invertido y absurdo es el único posible.
Y no, ya no.
¡NO!
Desde las montañas del Sureste Mexicano.
Subcomandante Insurgente Marcos.
México, julio-diciembre del 2000.
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