EJÉRCITO ZAPATISTA DE LIBERACIÓN NACIONAL
21 de marzo del 2000
A: Germán Dehesa.
México, DF
Don Germán:
Ganas de escribirle tengo desde tiempo ha. Lo leo desde hace mucho (siempre, claro, que Reforma llegue a la Selva Lacandona), con atención y divertida seriedad (que la hay, ¿qué no?). Ahora, leyendo su columna del jueves 16 de marzo, veo que, generoso, tiende usted un oído atento para nuestras palabras. Trataré de no extenderme mucho. Sale y vale.
Pregunta usted, primero, «¿Qué ha hecho el Ejército Zapatista de Liberación Nacional por preservar la Selva Lacandona?»
Respondo: dictar leyes y vigilar su cumplimiento. Como usted no sabrá (porque el gobierno ha presentado a los municipios indígenas autónomos como secesionistas) las autoridades autónomas de las comunidades indígenas zapatistas de la Selva Lacandona, han dictado una ley que prohíbe «la roza, tumba y quema de monte alto» (los compañeros usan la palabra «monte alto» para referirse a las zonas boscosas, así las diferencian de milpas -terrenos sembrados-, y de «acahuales» terrenos con vegetación baja, invariablemente espinas, cardos, bejucos y otras plantas parásitas). Las comunidades no se han contentado con establecer y difundir esta ley, además se han encargado de vigilar su cumplimiento y sancionar su no observancia. Trabajo comunitario extra y multas son las penas para este delito. Y, ojo, se cumple. Así han logrado no sólo detener la destrucción de las zonas boscosas de la Selva Lacandona, también han logrado modificar en parte los patrones de siembra en las comunidades. Para enfrentar los incendios que proliferan en esta época del año, los pueblos tienen un sistema de comunicación y señales para socorrerse mutuamente si el fuego se extiende. ¿Resultado? En las zonas zapatistas hay decenas de miles de «bomberos» expertos. Esto y más hacen estos indígenas, señor Dehesa, para proteger la tierra que, para ellos, no es sólo un medio de supervivencia, también es el lugar de la memoria, de la cultura, de la historia. Eso hacen estos indígenas que son rebeldes contra un gobierno que se niega a cumplir su palabra y que, a las demandas de justicia, ha respondido enviando decenas de miles de soldados que, créame señor Dehesa, no vienen a Chiapas a sembrar los arbolitos que usted vio en San Miguel de los Jagüeyes, sino a sembrar el terror que usted sólo verá en las caras de hombres, mujeres, niños y ancianos que tienen la desgracia de tener, sobre sus terrenos, un cuartel de soldados, varias cantinas, al menos un burdel, y ningún respeto a la autoridad civil.
Le cuento esto, señor Dehesa, no porque quiera «convertirlo» en zapatista o reclutarlo. Lo hago porque creo que usted es tan inteligente como lo reflejan sus letras (y hasta más, hay brillos que ni las palabras revelan). Es claro que no fue «inocente» que lo invitaran a San Miguel de los Jagüeyes (y no Acteal, o Amador Hernández, a Amparo Aguantinta, a Taniperla, a Roberto Barrios o a otros lugares de «reforestación» castrense), y que usted lo entiende.
Como, estoy seguro, es usted de amplias vistas e inquieto como para conocer las distintas imágenes de una misma realidad, yo lo invito a que venga a Chiapas de incógnito, que se vaya a Comitán y ahí tome un taxi aéreo a la comunidad de Amador Hernández. Desde el aire, casi al llegar, podrá usted apreciar la tala brutal de árboles que los soldados ahí posicionados han hecho para sus helipuertos, la cantidad de bosque deforestado para limpiar los «campos de fuego» para sus ametralladoras. Si baja y logra penetrar a la fortificación militar, podrá ver los tambos de defoliantes que están en sus bodegas, los lanzallamas que, junto a morteros y ametralladoras ligeras, forman parte de su arsenal.
Vaya a Amador Hernández, no lo recibirá ningún secretario de Estado o algún «alto jefe» de la guerrilla zapatista, ni lo atenderá ningún encargado de relaciones públicas. Lo recibirán hombres y mujeres indígenas tzeltales, le mostrarán sus campos de cultivo destruidos, sus fuentes de agua contaminadas, la basura no-orgánica que los militares arrojan, las trampas caza-bobos con estacas afiladas en el fondo, las paredes de ramas y árboles cortados, detrás de las que se esconden los militares para no ver los letreros que los hombres y mujeres indígenas les presentan todos los días exigiendo que se retiren. Venga señor Dehesa, no tiene nada qué perder y tal vez sí mucho que entender. Podría (es una sugerencia) traer consigo a Madame Loaeza (que también quería dar su vuelta), estoy seguro de que ella ideará un buen disfraz para que ambos pasen desapercibidos y puedan constatar así la «otra» realidad de los soldados federales en la Selva Lacandona.
Porque esos soldados que el señor Aguilar Zinser ve (y aplaude) «cuidando» los bosques de la Selva Lacandona, son los cómplices de los talamontes (los grandes camiones con madera clandestina tienen paso franco en los retenes militares de las cañadas); son los mismos que violaron mujeres indígenas en la comunidad de Morelia; los mismos que ejecutaron sumariamente a indígenas en Ocosingo; los mismos que entrenan paramilitares (cuyo mayor hazaña «forestal» es la masacre de niños, mujeres, hombres y ancianos en Acteal); que convierten las escuelas y las iglesias en cuarteles (visite usted el norte de Chiapas); que prostituyen a las mujeres indígenas (hable con las mujeres priístas de San Quintín); que en el «flamante» hospital del viejo Guadalupe Tepeyac roban recién nacidos para venderlos (completos o en partes) en el mercado negro de Estados Unidos; que siembran, trafican y consumen drogas (que le muestren los alrededores de los cuarteles de Guadalupe Tepeyac, San Quintín, Taniperla, Ibarra, La Soledad, por mencionar algunos); que protegen a los narcotraficantes en sus rutas hacia la Unión Americana (desde 1995, año de la «recuperación de la soberanía nacional», los cárteles sudamericanos «recuperaron» el trampolín que habían perdido con el alzamiento del EZLN); que han introducido el alcohol en las comunidades (puede usted apreciar los convoyes militares escoltando ¡camiones con bebidas alcohólicas!); los mismos que persiguen, amenazan, golpean, encarcelan, violan y matan a indígenas mexicanos (en cualquier comunidad que tenga la desgracia de tener un cuartel cerca) que, hasta donde entiendo, valen lo mismo (al menos) que cualquier arbolito.
Venga, señor Dehesa, venga y vea y hable y pida que le enseñen por dentro el cuartel que tiene el ejército en la comunidad de San Quintín (en la puerta de la biosfera de Montes Azules), ahí podrá ver usted los eficientes y modernos calabozos destinados a torturar indígenas, los túneles para «desaparecer» personas sin dejar rastros a los observadores de derechos humanos. Venga, vea y escuche.
Venga y verá que hay dos proyectos de mañana: el del gobierno y el de los indígenas. El nuestro busca «crear las condiciones para que nuestra buena gente del campo recupere con su esfuerzo: su historia, su pensamiento, su dignidad, su respetabilidad y su iniciativa». (Dehesa, G. Reforma, Viernes 17 de marzo 2000), y eso que no estamos en campaña electoral.
No me crea a mí, señor Dehesa, créale a lo que vean sus ojos y escuchen sus oídos. Si no fuera posible su viaje, no haga caso de esto que le escribo. Vea, en cambio, los cientos de reportes de organizaciones no gubernamentales, de científicos e investigadores, de la Alta Comisionada de la ONU para Derechos Humanos. Todos ellos recomiendan la salida del ejército de Chiapas. Y no es porque quieran ver los bosques destruidos. Es porque no vieron a los soldados sembrando arbolitos, sino violando los derechos humanos.
Bueno señor Dehesa, espero haberme limitado a las cuartillas que, imagino, ocupan su columna. Por lo demás, no se crea eso del correo electrónico, el único medio efectivo de comunicación con la Comandancia General del EZLN sigue siendo el que proporcionan un par de botas, algo rotas, es cierto, pero aún servibles. Ignoro si publicará usted la presente o el tono de su respuesta. Cualquiera que sea, sepa que cuenta usted con, cuando menos, dos lectores (incluyo a La Mar) en las montañas del Sureste mexicano que, no obstante no compartir muchas de sus opiniones y valores, sonríen de buena gana con su ingenio, su mordacidad y su alegría.
Vale. Salud y el árbol que vale es el del mañana.
Subcomandante Insurgente Marcos.
México, Marzo de 2000.
P.D. RESPONDONA. Me olvidaba, usted también preguntaba: «¿Cuántos árboles ha sembrado Marcos?» Le respondo: Sin contar el pequeño naranjo que verdea a puertas de la Comandancia General del EZLN, se puede decir que sólo he sembrado otro árbol. Este árbol es muy peculiar. No sólo porque para plantarlo ha sido menester el concurso de miles de hombres y mujeres por varias generaciones; no sólo porque su abono tiene muchos dolores y, justo es decirlo, no pocas sonrisas. No, señor Dehesa, el árbol que acá sembramos es peculiar porque es un árbol para todos, para quienes no han nacido todavía, para quienes no conocemos, para quienes estarán cuando nosotros nos hayamos perdido tras la esquina de cualquier calendario. Cuando nuestro árbol crezca, bajo su sombra se sentarán grandes y chicos, blancos y morenos y rojos y azules, indígenas y mestizos, hombres y mujeres, altos y bajos, sin que importen esas diferencias, y, sobre todo, sin que ninguno de ellos se sienta menos o peor o avergonzado por ser como es. Bajo ese árbol habrá respeto al otro, dignidad (que no significa soberbia), justicia y libertad. Si me apura a que defina brevemente ese árbol le diré que es el árbol de la esperanza. Si cualquier mañana en el mapa de Chiapas, en lugar de una inmensa zona verde quebrada por las azules líneas de ríos y arroyos, se ven señales de pozos petroleros, minas de uranio, casinos de juego, zonas residenciales exclusivas y bases militares, entonces querrá decir que esos soldados, que usted dice que cuidan la Selva Lacandona, habrán ganado. No querrá decir que nosotros hemos perdido, sólo que nos estamos tardando más de lo que pensamos en ganar…
No hay comentarios todavía.
RSS para comentarios de este artículo.