Ejército Zapatista de Liberación Nacional
México.
Carta 6.b.
21 de febrero del 2000.
A: Don Fernando Benítez.
De: Subcomandante Insurgente Marcos.
»La muerte se nombra como uno, cuando llega, y no hay modo que te escapes… Yo tuve un sueño muy raro… como de diablos y de animales que nunca había yo visto… Pero no creas que eso era malo… Eran caballos de fierro que araban los campos (…) Luego unas tinotas grandes, de piedra, con harta agua adentro, pa’ regar una infinidad de campo que no te puedes imaginar… unas tinotas tan grandes como cerros, que a mí me parecían hechas para que se bañaran gigantes… Y miraba que la tierra era de todos… y que todos se miraban contentos… Yo me decía: ¿pos ‘onde andaré? ¿Será esto México? ¡Y era México, era México, era México! Fue entonces cuando me recordastes…».
«Zapata».
Guión cinematográfico de José Revueltas.
Don Fernando: Con un amargo dolor supimos de su fallecimiento. Hace apenas unos días le había yo escrito una carta para felicitarlo por su cumpleaños. Apenas avanzaba enero y la Mar me llamó la atención sobre la nota en el periódico donde lo felicitaban a usted por su cumpleaños y, juntos, recordamos la carta aquella de su pasado aniversario. En ésta que ahora le escribo pudiera reiterar lo que sus más cercanos (y no tan cercanos) ya le debieron haber dicho, pero no le agoto la vista en cosas que usted sabía y conocía. Originalmente pensadas para felicitarlo, estas líneas son ahora también para desearle buen viaje.
Acaso me atreva a recordar, a recordarle, que mis padres nos enseñaron a leer (no hablo de alfabetizar, sino de leer) con aquel Siempre! de Don José Pagés Llergo, y, en concreto, con aquel suplemento que usted dirigió y que se llamó «La Cultura en México». Ahí aprendimos a leer a la Poniatowska, al José Emilio Pacheco, al filoso Monsiváis, y a muchos otros. Ahí aprendimos. Después, años más adelante, encontramos sus páginas de Los indios de México, y su paso por otros suplementos culturales. Yo no sé si es tiempo aún, pero yo quería decirle «gracias» por habernos enseñado a leer. ¿Se propuso usted alguna vez enseñar a leer a alguien? Bueno, pues así pasa, que a veces uno hace cosas sin proponérselo.
Don Fernando, nosotros quisiéramos regalarle algo, algo simple pero muy nuestro. No tenemos nosotros muchas cosas, Don Fernando. De hecho, es muy poco lo que tenemos. Lo único que poseemos en abundancia es memoria, y con ella le mandamos este regalo que tiene la virtud de que no ocupará mucho espacio en su equipaje y le servirá para reírse de eso que algunos llaman «muerte».
Para traerlo a usted cerca nuestro, llega este relato con el que también tratamos de recordar a quienes hoy no están con nosotros, pero que estuvieron antes e hicieron posible que hoy estemos nosotros. Con ellos, Don Fernando, es ahora también usted nuestro. Sale y vale:
Ese día..
A Pedro, 6 años después, 26 años después.
Me acuerdo de ese día. El sol no caminaba derecho, sino que se iba de lado. Quiero decir, sí se iba de acá para allá, pero iba como de lado, así nomás, sin encaramarse en eso que no me acuerdo ahorita cómo se llama pero una vez el sup nos dijo. Estaba como frío el sol. Bueno, ese día todo estaba frío. Bueno, no todo. Nosotros estábamos calientes. Como que la sangre o lo que sea que tenemos dentro del cuerpo, estaba con calentura. No me acuerdo cómo es que dijo el sup: «el cenit» o algo así, o sea que es cuando el sol se llega hasta lo más alto. Pero ese día no. Más bien como que se iba ladeando. Nosotros igual avanzábamos. Yo ya estaba muerto, acostado panza arriba y vi bien que el sol no se estaba caminando derecho sino que se estaba andando de lado. Ese día ya estábamos muertos todos y como quiera avanzábamos. Por eso el sup escribió eso de «somos los muertos de siempre, muriendo otra vez, pero ahora para vivir». ¿Cuándo mero nos morimos todos? Pos la verdad no me acuerdo, pero ese día en que el sol se caminaba de ladito ya todos estábamos muertos. Todos y todas, porque también iban mujeres. Creo que por eso no nos podían matar. Como que está muy difícil eso de matar a un muerto y pues un muerto no tiene miedo de morirse porque de por sí ya está muerto. Ese día en la mañana era un corredero de gente. No sé si porque empezó la guerra o porque vieron tanto muerto avanzando, caminando como siempre, sin rostro, sin nombre. Bueno, primero corría la gente, luego ya no corría. Ya luego se detenía y se acercaba para oír lo que decíamos. ¡Qué ocurrencias! Viera que yo estuviera vivo, ¡de tarugo me iba a acercar a oír lo que dijera un muerto! Como que pensaría que los muertos no tienen nada que decir. Están muertos pues. Como que su trabajo de los muertos es andar espantando y no hablando. Yo me acuerdo que en mi tierra se decía que los muertos que caminan todavía, es porque tienen algún pendiente y por eso no se están quietos. En mi tierra así se decía. Creo que mi tierra se llama Michoacán, pero no muy acuerdo. Tampoco me acuerdo bien, pero creo que me llamo Pedro o Manuel o no sé, creo que de por sí no importa cómo se llama un muerto porque ya está muerto. Tal vez cuando uno está vivo pues sí importa cómo se llama uno, pero ya muerto pa’ qué.
Bueno, el caso es que la gente ésta, después de su corredera, se iba acercando a ver qué le decíamos todos los muertos que éramos. Y entonces pues a hablar, así como de por sí hablamos los muertos, o sea como platicadito, así, sin mucha bulla, como si uno estuviera platicándole algo a alguien y no estuviera uno muerto sino vivo. No, tampoco me acuerdo qué palabra hablamos. Bueno, un poco sí. Algo tenía que ver con eso de que estábamos muertos y en guerra.
En la madrugada habíamos tomado la ciudad. A mediodía ya estábamos preparando todo para ir por otra. Yo ya estaba acostado al mediodía, por eso vi clarito que el sol no se andaba derecho y vi que hacía frío. Vi pero no sentí, porque los muertos no sienten pero sí ven. Vi que hacía frío porque el sol estaba como apagado, muy pálido, como si tuviera frío. Todos andaban de un lado pa’ otro. Yo no, yo me quedé acostado panza arriba, viendo el sol y tratando de acordarme cómo es que dijo el sup que se dice cuando el sol queda mero arriba, cuando ya acabó de subir y empieza a dejarse caer de aquel lado. Como que entra su pena del sol y va y se esconde detrás de esa loma. Ya cuando el sol se fue a esconder no me di cuenta. Así como estaba yo no podía voltear la cabeza, sólo podía mirar mero para arriba y, sin voltear, lo poco que alcanzara para uno y otro lado. Por eso vi que el sol no se iba derecho, sino que se iba de lado, como con pena, como con miedo de encaramarse en eso que ahorita no me acuerdo cómo dijo que se decía el sup, pero tal vez al rato me acuerdo.
Yo me acordé ahorita porque se rajó un poco la piedra y se hizo una rendija así como una herida de cuchillo, y entonces pude ver el cielo y el sol caminándose otra vez de lado como aquel día. Otra cosa no se puede ver. Así acostado como estoy, apenas si alcanzo el cielo. No hay muchas nubes y el sol está como pálido, o sea que está haciendo frío. Y entonces me acordé de aquel día cuando los muertos que somos empezamos esta guerra para hablar. Sí, para hablar. ¿Para qué otra cosa harían una guerra los muertos?
Les decía que por esta rendija se alcanza a ver el cielo. Por ahí pasan helicópteros y aviones. Vienen y se van, diario, a veces hasta de noche. Ellos no lo saben pero yo los veo, los veo y los vigilo. También me río. Sí, porque al final de cuentas, esos aviones y helicópteros vienen acá porque nos tienen miedo. Sí, ya sé que de por sí los muertos dan miedo, pero esos aviones y helicópteros lo que tienen miedo es de que los muertos que somos nos echemos a caminar de nuevo. Y yo no sé para qué tanta bulla, si de por sí nada podrán hacer porque ya estamos muertos. Ni modo que nos maten. Tal vez es porque quieren darse cuenta y avisar con tiempo al que los manda. No sé. Pero sí sé que el miedo se huele y el olor del miedo del poderoso es así como de máquina, como de gasolina y aceite y metal y pólvora y ruido y… y… y de miedo. Sí, el miedo huele a miedo, y a miedo huelen esos aviones y esos helicópteros. A miedo huele el aire que viene de arriba. El de abajo no. El aire de abajo huele bonito, como a que las cosas cambian, como que todo mejora y se hace más bueno. A esperanza, a eso huelo el aire de abajo. Nosotros somos de abajo. Nosotros y muchos como nosotros. Sí, ahí está la cuestión pues: en este día los muertos huelen a esperanza.
Todo eso veo por la rendija y todo eso escucho. Pienso, y mis vecinos están de acuerdo (lo sé porque ellos me lo han dicho), que no está bien que el sol se camine de lado y que hay que enderezarlo. Por eso de que se camine así de lado, todo pálido y friolento pues no. Como que su trabajo del sol es dar calor, no tener frío.
Y si me apuran, pues hasta le hago al analista político. Mire usted, yo digo que el problema de este país es que puras contradicciones tiene. Ahí está pues que carga un sol frío, y la gente viva ve y deja hacer como si estuviera muerta, y el criminal es juez, y la víctima está en la cárcel, y el mentiroso es gobierno, y la verdad es perseguida como enfermedad, y los estudiantes están encerrados y los ladrones están sueltos, y el ignorante imparte cátedras, y el sabio es ignorado, y el ocioso tiene riquezas, y el que trabaja nada tiene, y el menos manda, y los más obedecen, y el que tiene mucho tiene más, y el que tiene poco tiene nada, y se premia al malo, y se castiga al bueno.
Y no sólo, además, aquí, los muertos hablan y caminan y se dan en sus cosas raras, como eso de tratar de enderezar a un sol que tiene frío y, mírelo nomás, se anda de lado, sin llegar a ese punto que no me acuerdo cómo se llama pero el sup nos dijo una vez. Yo creo que un día me voy a acordar.
Bueno, Don Fernando, pues que los cumpla muy felices y muchos más. Reciba un abrazo de todos y todas nosotros, y uno especial de este anónimo discípulo de la ventana que usted fue y es en la cultura en México. Que le vaya bien y no se olvide de nosotros. Siempre habrá para usted una rendija en nuestra memoria.
Vale. Salud y un día las cosas andarán derechas, seguro las enderezan los muertos.
Desde las montañas del Sureste Mexicano.
Subcomandante Insurgente Marcos
México, febrero del 2000.
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