Chiapas: la guerra
III. Amador Hernández, la disputa por la tierra
Carta 5.3
Tomemos entonces, nosotros, ciudadanos comunes, la palabra y la iniciativa. Con la misma vehemencia y la misma fuerza con que reivindicamos nuestros derechos, reivindiquemos también el deber de nuestros deberes.
José Saramago, Discursos de Estocolmo
A: José Saramago.
Planeta Tierra.
De: SupMarcos.
Montañas del Sureste Mexicano.
Don José:
Le escribo estas líneas con la esperanza de que lo alcancen cuando su paso aún camine por estos suelos indígenas. Claro, para saludarlo, pero no sólo para saludarlo. Y no sólo para saludarlo a usted, también a la Pilar. Sobre todo para saludar su palabra, esa inquieta e irreverente palabra que usted esgrime y que, como no queriendo, va dejando heridas y raspones que no hay ungüento que los alivien.
Pero, creo que ya lo dije, le escribo no sólo para saludarlo. También para contarle algo y pedirle una cosa. Sabe usted, la mar puso en mis manos un su libro de usted que se llama De este mundo y del otro. Empecé a leerlo de atrás para adelante, que es la prueba más estricta que acá tenemos para ver si un libro debe estar cerca nuestro. Si se puede empezar a leer por el final o por cualquiera de sus páginas, entonces es un libro de esos que uno debe tener siempre cerca. Yo sé que, como criterio literario, eso es más bien excéntrico, pero eso permite explicar que acá algunos libros compartan la humedad, los desvelos, el ruido de las aspas de los helicópteros artillados, el ronroneo de los aviones bombarderos, el constante rugido de los motores de los tanques de guerra, la impertinencia de no pocas cucarachas, el empecinado tejido de arañas de todos los tamaños, y el inevitable ir y venir de las hormigas. Entre esos libros (que no reseñaré porque para el gobierno mexicano pueden ser sospechosos de subversión, y creo que a Cervantes, Shakespeare, García Lorca, Neruda, Hernández, Cortázar, Sor Juana, y a otros y otras, no les faltan títulos y honores como para agregarles el de «transgresores de la ley») está ahora su libro De este mundo y del otro.
Pero no era para platicarle de los libros que acá duelen que le escribo. Resulta que estaba hojeando y ojeando su libro, cuando mis ojos se detienen en el texto que se titula «Un azul para Marte». El argumento es sencillo: usted ha pasado diez años en Marte y sabe que los marcianos no conocen las guerras, ni hay diferencias para ellos entre las ciudades y el campo, y otras cosas muy marcianas. Pero el problema que tienen en Marte es que sólo tienen dos colores, el blanco y el negro, y las distintas tonalidades que van de uno a otro. Los marcianos esperan encontrar los colores para ser completamente felices. Usted duda si llevarles el azul. Y esto viene al caso porque acá los zapatistas estamos luchando por un mundo donde quepan todos los colores sin dejar de ser lo que son, es decir, colores diferentes.
Una nueva hojeada y llego a «La sonrisa», que se rebela en contra de que «sonreír» sea definido como un verbo intransitivo y una mueca carente de sonido. Y entonces yo veo que sí, que el verbo «sonreír» no sólo no es intransitivo sino que es demasiado transitivo, como lo es la sonrisa del Ezequiel (tojolabal, 3 años), que más que sonrisa es una puerta (una puerta a su ser niño, indígena y zapatista, y una puerta a los adultos, indígenas y zapatistas, que luchan porque Ezequiel y otros niños como él tenga una puerta abierta, o sea una puerta transitiva, y no una puerta cerrada, o sea una puerta intransitiva). No sé, ahora me entra la duda: ¿es «puerta» un verbo intransitivo? En fin, asunto de lingüistas.
Seguí hojeando el libro y mi mirada llegó a «La nieve negra» y a su reflexión sobre lo que la muerte pinta en el dibujo de un niño que decide que la naturaleza debe ser cómplice y solidaria del dolor humano (y de su alegría, digo yo, pero eso no viene en el texto). Y veo que también viene al caso porque, para no ir muy lejos, acaba de acercarse la Yeniperr (tojolabal, 5 años) a mostrarme un su dibujo donde el cielo sigue siendo del azul que desean los marcianos, pero en lugar de pájaros lo pueblan helicópteros, y la tierra, quiero decir, el suelo que pinta la Yeniperr, se llena de montañas y, en lugar de flores, de la tierra nacen pasamontañas. Voy a obviar la aclaración de que la Yeniperr me trae el dibujo porque quiere que lo «descambiemos» por un chocolate con nuez que tengo en la mesita. Yo he defendido ese chocolate con nuez como si fuera el último, no sólo porque, en efecto, es el último, pero sobre todo por eso. Como quiera, la Yeniperr se va con el chocolate con nuez y yo me quedo con un dibujo donde el cielo es azul, hay helicópteros en lugar de pájaros, y en la tierra florecen pasamontañas y no flores. Me quedo pensado en que es seguro que a los marcianos no les interesará un azul así, con tanto helicóptero y pasamontañas, dejo el dibujo a un lado y entonces sigo dando vuelta a las hojas y encuentro lo que estaba buscando (claro, sin saber que lo estaba buscando). Ahí está:
«El silencio es la tierra negra y fértil, el humus del ser, la melodía callada bajo la luz solar. Caen sobre él las palabras. Todas las palabras. Las palabras buenas y las malas. El trigo y la cizaña. Pero sólo el trigo da pan».
«El silencio es la tierra negra y fértil». Sí. Y no sólo eso, acá la guerra que se libra entre gobierno y pueblos indios es por ese silencio, por esa tierra. Y sí, en esta guerra caen sobre esta tierra palabras buenas y malas. Unas y otras nombran a la tierra de forma diferente.
Porque cuando un gobernante mexicano dice «tierra», lo dice anteponiendo «compro» o «vendo», porque para los poderosos la tierra es sólo una mercancía.
Y cuando un indígena dice «tierra», lo dice sin anteponerle nada pero diciendo también «patria», «madre», «casa», «escuela», «historia», «sabiduría».
Porque para los indígenas zapatistas la tierra es azul, pero también es amarillo y rojo y negro y blanco y marrón y violeta y naranja y verde (que es el color del que se ponen los marcianos por la envidia de saber que acá la tierra es todos esos colores), y la tierra también es una puerta transitiva, como lo es la sonrisa (aunque se enojen los lingüistas), y si la tierra ahora tiene helicópteros en vez de pájaros y pasamontañas en lugar de flores es precisamente porque los indígenas zapatistas quieren defender la tierra de aquellos que la ven como mercancía y no como lo que es: una puerta abierta y de todos los colores.
Claro que, en el caso de Chiapas, la tierra no representa para los poderosos sólo una mercancía. Para los mercaderes de la globalización, la tierra de aquí es una «mina» que hay que explotar hasta secarla. En el caso de la tierra india chiapaneca, la «mina» tiene petróleo. El gobierno se niega a reconocer que, detrás de su guerra, está el ansia por la posesión de esa mina. No es para explotarla que la quiere, sino para venderla.
En el área de Marqués de Comillas, en la Selva Lacandona, se encuentra una reserva potencial estimada de mil 498 millones de barriles de crudo, que se localizan en una extensión de 2 mil 250 kilómetros cuadrados. Y en el área de Ocosingo se espera incorporar una reserva potencial estimada de 2 mil 178 millones de barriles, que cubrirá una extensión de 5 mil 550 kilómetros cuadrados, y se tiene considerada la perforación de 21 pozos exploratorios. A inicios de los 90, Petróleos Mexicanos (Pemex) estaba planeando una inversión para toda la gran región petrolera, en lo que ellos llaman el Macroproyecto Exploratorio Ocosingo-Lacantún, lo que comprende Ocosingo y Marqués de Comillas, de 2.7 billones de pesos de los de 1991, lo que equivale hoy aproximadamente a mil millones de dólares (El Financiero).
Así que esa «mina» tendría, al menos, 3 mil quinientos millones de barriles de petróleo. A precios actuales, esos barriles representan unos 80 mil millones de dólares, es decir, unas 80 veces más de lo «invertido». Pero el proyecto gubernamental no es explotar esos yacimientos, sino vender la totalidad de ese territorio a manos extranjeras. Las razones por las que las megaempresas tienen interés en estas tierras superan los 80 mil millones de dólares en muchos ceros. Y la razón está en que ellas sí tienen los estudios reales de las reservas potenciales que hay en la Selva Lacandona.
Biodiversidad, agua y petróleo son las riquezas de Montes Azules, reserva de la biosfera ubicada en el corazón de la Selva Lacandona. Sin embargo, el deterioro en esta área natural protegida continúa y corre el riesgo de quedar fracturada por los planes estatales de construir la carretera San Quintín-Amador Hernández-cañada del río Perla.
Paralelamente, la selva de la cuenca alta del río Usumacinta y la cuenca del río Tulujah fue establecida como zona de protección forestal. No obstante, quedó sin protección Marqués de Comillas y la parte norte de la selva, áreas donde Petróleos Mexicanos (Pemex) emplazó sus principales zonas de exploración. Pero también han contribuido empresas nacionales o trasnacionales.
Pemex acepta que antes de 1995 se exploraron en la zona una decena de yacimientos petroleros, y antes, desde la década de los 80, se confrontó con la entonces Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología por la devastación ambiental ocasionada con la apertura de caminos, explosiones y excavaciones en la selva. El mismo Instituto Nacional de Ecología (INE) presenta como principales «amenazas» para la reserva de Montes Azules la colonización de la selva y su consecuente cambio de uso del suelo, y también acepta que la apertura de la Carretera Fronteriza del Sur y la exploración y explotación petrolera han sido elementos que acentúan la deforestación de la selva. A esta situación se apegan las campañas de reforestación de la selva. A esta situación se agregan las campañas de reforestación promovidas por Semarnap, la cual informa que la reciente participación del Ejército Mexicano en la reforestación de zonas comunales aledañas a Montes Azules estaba prevista desde 1995 y que el uso de las especies (árboles de caoba, cedro y maculis) «son las de mayor saqueo en la zona y presentan mayor dificultad para restablecerse». Biólogos y otros especialistas aseguran que la mejor manera de restaurar las zonas perturbadas de la selva es dejándolas descansar, no reforestándolas. Pero además, cuestionan, «por qué no toman en cuenta a las comunidades para realizar ese trabajo? Ellos, más que los soldados, conocen su medio ambiente» (El Financiero).
Aunado a todo el problema de la Selva Lacandona, ahora la reserva de la biosfera tiene que afrontar una agresión más: la construcción de la carretera San Quintín-Amador Hernández-cañada del río Perla; este último desemboca en Montes Azules y ese camino sí cruza la reserva. Pero no sólo los lineamientos de construcción de la carretera San Quintín-Amador Hernández-cañada del río Perla deterioran el ecosistema de la reserva de la biosfera. También la presencia de los militares. Soldados del Ejército Federal Mexicano, ubicados en las comunidades de El Guanal y Amador Hernández, desmontaron una área considerable de la selva para construir hasta dos helipuertos donde los helicópteros procedentes de San Quintín transportan tropa, bastimentos, hachas y rollos de malla en espiral con dos puntas, además de ametralladoras de tripié, lanzallamas, defoliantes químicos, decenas de tambos de gas lacrimógeno, y bebidas alcohólicas.
Y así que su texto, don José, junto a la disputa por la tierra india chiapaneca, la guerra entre la mercancía y la puerta de colores, me llevan hasta la comunidad tzeltal de Amador Hernández. Ahí, desde hace más de 4 meses, los indígenas zapatistas están plantados frente a un batallón de élite del Ejército Federal. Todos los días los zapatistas van frente a los soldados, les dicen consignas, les dan clase política, cantan el Himno Nacional. El general al mando de la invasión castrense ordenó la instalación de hasta 8 bocinas de alta potencia para «proteger» a sus soldados de las malas ideas de los zapatistas. La música preferida de este general es el piano de Richard Clayderman, así que cada vez que los indígenas zapatistas entonan el Himno Nacional Mexicano, los soldados ponen a Clayderman a todo volumen para acallar la parte que dice: «Mas si osare un extraño enemigo profanar con su planta tu suelo, piensa oh patria querida que el cielo un soldado en cada hijo te dio».
Amador Hernández, así se llama esta comunidad donde hoy se sintetiza la paradoja de la guerra del sureste mexicano. Ahí los indígenas cantan el Himno Nacional y defienden la tierra como puerta abierta a todos los colores, como patria. Ahí los soldados del gobierno se ensordecen a sí mismos para no escuchar la palabra que los desnuda como avanzada de los mercaderes de la tierra.
Sí, en Amador Hernández la guerra se muestra tal cual es: de un lado están los soldados, rodeados de varias vallas de alambres de púas, trincheras, ametralladoras, lanzallamas, escudos y lanza gases; del otro lado están un montón de indígenas, hombres, mujeres, niños y ancianos, chaparritos, morenos como el color de la tierra, sin más armas que las palabras dichas, cantadas o escritas. Porque resulta que, para contrarrestar el volumen de las bocinas, los zapatistas guardaron silencio y sacaron unos carteles con las mismas palabras dichas, pero ahora escritas en grandes e irregulares caracteres. Como las bocinas tapan el oído pero no la mirada, el general ordenó a sus soldados que se vendarán los ojos. Más de uno bajó discretamente la venda y leyó lo que sentenciaba una cartulina: «Esta tierra es de nuestros muertos, ¿cómo vas a matar a nuestros muertos?»
Don José:
Dice usted que en la tierra caen el trigo y la cizaña, y que sólo el trigo de pan. Tiene usted razón. Acá decimos que en la tierra caen el cinismo y la rebeldía, y que sólo la rebeldía da mañanas.
Acabo de leer en el periódico que usted declaró en Guadalajara que parecía que su sino era decir o hacer cosas que molestaban a los gobiernos. Así que lo que le quería pedir a usted, don José, es que, sin que nadie lo vea, tome usted un puño de la tierra que ahora pisa, que con mucha discreción la meta en una bolsita de plástico y la llave en su bolsillo izquierdo. Cuando usted se marche en su largo paso por el mundo, cada tanto meta usted la mano distraídamente en su bolsillo y tome un puñito de esa tierra y déjela caer donde sea. No se preocupe por la cantidad, verá usted que siempre tendrá en su bolsillo tierra suficiente para regarla en cualquier parte del mundo.
No son muy sabidas por la ciencia las causas, pero la rebeldía es contagiosa. No sólo eso, desde hace más de 500 años acá sabemos que la rebeldía, además de contagiosa, pare mañanas.
Vale. Salud y ahora creo que la rebeldía también es transitiva.
Desde las montañas del Sureste Mexicano.
Subcomandante Insurgente Marcos.
México, diciembre de 1999.
P.D. Dice Durito que le manda saludos a doña Pilar («La Pilarica», dice él, pero yo no soy tan irreverente), que a cambio mande algo de ese café que ella prepara. Yo digo que mejor mande nueces. «¿Acaso hay nueces en Lanzarote?», me dice-regaña Durito. «Debe haber respondo yo. Las nueces son como los colores, hay en todo el mundo».
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