Agosto/Septiembre de 1999:
7 veces 2
Para Alberto Gironella,
que pintaba tan bien que parecía
que escribía.
«El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
desde las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo,
la gravedad de la ausencia,
el corazón, el silencio»
Miguel Hernández.
La luna es mi botón de plata dorada, abollado y mal cosido sobre la negra camisa de la montaña. En la casa grande del calendario, mayo aparece como bisagra de la doble y húmeda hoja de agosto y septiembre. Tal vez es por eso que ahora el sol camina el día repartiendo sudores y sofocos, mientras en la noche la luna infla sus carrillos con el viento que duerme.
Allá abajo la vida es guerra, combate cotidiano en los múltiples callejones oscuros que pueblan la noche mexicana. Se combate al nacer, creciendo se combate, se ama y se muere combatiendo, y, sí, hasta la escritura es un combate. Vea si no: en aquella esquina del mundo que llaman «montañas del sureste mexicano», la última de un siglo que parpadea sus agonías, palabras como cuchilladas nacen sobre el alto y mullido cojín de la Ceiba.
Y esa Ceiba más que árbol parece central de correos: cartas van y vienen, casi tan frecuentes como las lluvias que lanzan tajos profundos en la piel del día o en el corazón de la noche. Vea, ahí va saliendo otra que es otras. Sí, esa carta es muchas cartas, es una carta-erizo. Siete espinas dobles hacen de piel lo que en el papel se duele. Las escriben muchos en la mano de uno y tienen de destinatarios otros muchos que son otros, distintos y diferentes. Filosas epístolas que señalan y advierten, no amenazan, apenas avisan que sigue la noche sin abrirse y, sin embargo, aún hay que andarla.
Así que, pareciendo que escribe, la mano afila palabras que hieran mas no lastimen, que señalen, que marquen, que sean agudas espinas, huellas que duelan.
Si una carta es muchas cartas no es por capricho numérico, es porque el mundo es muchos mundos, y muchos son también los olvidos que los ocultan. Lo Uno es trampa de la que vendrá luego la factura, que así también llaman a la historia.
¡Sshh! ¡Atención! ¡Mirad! ¡Allá se abre la primera herida!
Carta Uno
«El indio dueño de la tierra es
una utopía de universitarios».
Tirano Banderas, Ramón Del Valle-Inclán.
Sobre la desvencijada mesa, renivelada con piedritas y cartones doblados, dos libros reposan, cerradas sus páginas, mudas sus palabras. La vela ondea su frágil luz como bandera y una mano enciende por enésima vez la pipa mordisqueada. Desde acá, la figura de él es sólo una sombra sentada y encorvada. Pero la vela roza las portadas de los dos libros. «Ramón Del Valle-Inclán. Tirano Banderas. Ilustraciones de Alberto Gironella, Galaxia Gutemberg. Círculo de Lectores», se lee en la portada de uno. El otro muestra «Julio Scherer García, Carlos Monsiváis. Parte de guerra. Nuevo Siglo Aguilar».
De pronto la llama de la vela se recuesta obligada por el viento y araña, más que alumbra, algunas hojas sueltas, garabateadas de prisa y con desorden. Lenta y pausada, lame la luminosa lengua las primeras palabras.
Agosto-Septiembre de 1999.
(…)
Este libro de Ramón Del Valle-Inclán, «Tirano Banderas», viene en una edición extraordinariamente bien cuidada, con el añorado criterio (cada vez más lejano a los editores «postmodernos») de respeto al autor, al ilustrador y al lector. Dos veces llegó este libro a esta mesa, como si todo hubiera conspirado para que este agosto se definiera por la dualidad que el espejo propone. Uno de los ejemplares viene con las palabras «Para un escritor. MGG»; el otro tiene una dedicatoria lacónica y de tembloroso trazo «A Marcos, de Gironella».
Dos ejemplares sí, pero también dos libros en un libro: el uno el que pintan las letras de Ramón Del Valle-Inclán, el otro el que escriben los ¿dibujos? de Alberto Gironella.
Conocí a Gironella en aquel agosto de 1994, cuando la Convención Nacional Democrática, en el Aguascalientes del ahora viejo poblado de Guadalupe Tepeyac. Apenas un saludo y nos entregó una pintura magnífica de Emiliano Zapata, salpicado de balas y corcholatas. Tacho, o alguien más, no recuerdo, tomó la pintura y la colocó en el pequeño podium del Aguascalientes. El Zapata de Gironella presidía la sesión cuando sobrevino la tormenta del día 8. En el naufragio de hombres y mujeres de esa noche, desapareció la pintura.
Se fue Gironella. Vísperas de su muerte, una mentira hizo llegar a Don Alberto una carta apócrifa. Rebelde y verdadero, Gironella no se merecía la patética limosna de la mentira al moribundo. Por eso, porque ni en vida ni en muerte mereció el insulto de la lástima, a donde quiera que se encuentre, le escribo estas líneas para decirle…
Para: don Alberto Gironella
De: Sup. Marcos.
Maestro:
Esa carta no la escribí yo. Alguien pensó que haciendo mal hacía bien y falsificó texto y firma creyendo que eso le regalaba consuelo y alivio. Los libros sí se los mandé yo, don Alberto, y eran dos porque fueron dos los que usted me mandó (el Tirano Banderas y el Potlatch), y porque de por sí en los dos que yo le mandé, usted o su pintura (que ahora es lo mismo) vienen al caso. Yo le puse a usted en los libros esos que la naturaleza imita al arte, y en la portada de uno de ellos, La revuelta de la memoria (editorial CLACH), la imagen del guerrillero zapatista comiendo en el Sanborns de Los Azulejos repetía la que usted trabajó para Tirano Banderas. En una de las solapas, usted explica: «He querido recuperar distintos elementos reales que Valle pudiese haber conocido durante sus visitas a México. Si Valle utilizó como referente del tirano a Huerta, pues yo trabajo a partir de una imagen suya, a la que incorporo las características que en la novela se le atribuyen, como el color verde de su saliva… Para representar a Zacarías el Cruzado he utilizado la imagen de un guerrillero zapatista… Para el criollo Roque Cepeda he partido de una foto de Vasconcelos, con quien tiene más de un paralelismo… El marco está inspirado en el cinturón de un obrero asesinado que fotografió Álvarez Bravo: un cinturón hecho con la pita del maguey…»
Sí, «paralelismo» ha dicho usted (los anteojos que le dibuja usted a Huerta se repiten ahora en los que Zedillo lleva sólo para hacerle más torva la mirada). Y el Vasconcelos de «Por mi raza hablará el espíritu», redibujado para compartir lucha con los indígenas alzados contra Tirano Banderas, trae a colación otros paralelismos: la UNAM y Chiapas, el movimiento universitario y el alzamiento indígena zapatista.
En la pesadilla que agosto y septiembre definen hoy a nuestro país, los poderosos repiten religiosamente los argumentos de la camarilla de Tirano Banderas. Sí, para ellos «el indio dueño de la tierra es una utopía de universitarios. Pero el ideario revolucionario es algo más grave, porque altera los fundamentos sagrados de la propiedad. El indio, dueño de la tierra, es una aberración demagógica, que no puede prevalecer en cerebros bien organizados» (Ramón Del Valle-Inclán. op. cit).
Y para curar de esa enfermedad a indios y universitarios, el remedio «posmoderno» de Tirano Banderas despacha desde Palacio Nacional decenas de miles de soldados a tierras del sureste mexicano. En febrero de 1995, Zedillo dio, en cadena nacional y para más de 90 millones de mexicanos, su definición del alzamiento zapatista: «No son indígenas, no son chiapanecos, son universitarios blancos (me cai que así dijo) de ideas radicales los que manipulen a los indígenas chiapanecos».
Desde entonces, esta definición es la que ha regido la «estrategia» gubernamental frente al conflicto en Chiapas. Para esto cuenta con la aquiescencia de caciques que dejarían a Tirano Banderas como un aprendiz de brujo. Estos son los que mandan, destruyen y matan en tierras indias. Con la cofradía de Banderas se quejan: «El indio es naturalmente ruin, jamás agradece los beneficios del patrón, aparenta humildad y está afilando el cuchillo. Sólo anda derecho con rebenque. Es más flojo, trabaja menos y se emborracha más que el negro antillano» (Ibid). Para ejecutar tan alta filosofía, por el palacio de gobierno de Chiapas desfilan sabuesos de tamaño diverso. El último de ellos, con particular afición por la sangre indígena y las croquetas, ha sido claro: en estas tierras sobran los indígenas y los estudiantes. Y ya se alista la jauría para la higiénica campaña del cachorro de Zedillo: «El indio bueno es el indio muerto, y el estudiante bueno es el estudiante ausente». Matar indios y perseguir estudiantes, este es el deporte de moda en Chiapas. En la cúspide de su delirio etílico y canino, Albores declama que él sí tiene los pantalones bien puestos (y es que confunde con cinturón lo que no es más que un collar contra pulgas).
Sí maestro, la naturaleza imita al arte y sus palabras dibujadas para ilustrar las imágenes escritas de Valle-Inclán irrumpen en este tiempo de Tiranos y soberbias, de universitarios y guerrilleros zapatistas.
Y para darme la razón, hasta mi mesa llegó no un helado de nuez (que es lo que yo hubiera querido y, en dado caso, ahí sí la naturaleza superaría al arte), sino un libro que también es dos libros Parte de guerra, de Julio Scherer García y Carlos Monsiváis.
Libro doble en la evidencia de que son dos los autores, es también doble en lo que rebela y revela, en lo que dicen sobre el pasado y en lo que callan ambos autores sobre el futuro. Ambos, Scherer y Monsiváis, son ya un referente en la historia de la cultura mexicana en lo general y del periodismo en particular. Filosos en palabra y pluma, en veces despiertan respeto y, no pocas, temor.
En el texto de Julio Scherer García desfilan los militares, su «dureza» y cortedad de miras. Cada vez menos frecuente en civiles, la admiración por lo militar «olvida», detrás de la época sordina, que los ejércitos son las estructuras más absurdas que existen. Negación total del raciocinio, aplastamiento del individuo y culto por la destrucción son algunas de sus características (y puertas para que el crimen organizado tienda sus cadenas).
Sé que suena más que paradójico que esto lo diga un mando militar del EZLN que es, también, un ejército. Pero precisamente por eso nosotros aspiramos a desaparecer. Pero esto ya lo he explicado en otras partes y no quiero aburrirlo. De lo que ahora se trata en este libro es de un ejército, el federal, como fuente de desestabilización.
A mi paso por el Heroico Colegio Militar y la Escuela Superior de Guerra, pude ver que no es orgullo u honor lo que convierte al Ejército federal en un ente cerrado, intocable e impredecible. No, es otro mundo, y su lógica interna permite arbitrariedades que apenarían hasta al más corrupto de los jueces (que hay muchos) del sistema judicial mexicano: un artículo en una revista, tocando el tema de los derechos humanos de los militares (impensable, pues se trata de «frías máquinas de matar»), le valió al general Gallardo la prisión, el desprestigio y el hostigamiento cotidiano a su familia; a quienes se negaron a cumplir las órdenes de asesinato dadas por los altos mandos militares en enero de 1994, frente al alzamiento zapatista, les tocó la muerte y el exilio forzado; quienes desaprobaron la activación de bandas paramilitares en Chiapas, argumentando que el portar un arma implicaba disciplina y responsabilidad, fueron desaparecidos; los que se alistaron soñando defender a la Patria «si osare un extraño enemigo profanar con su planta tu suelo» y se encontraron de pronto enfrentados a civiles, niños, ancianos, mujeres y hombres, mexicanos todos, todos pobres, tuvieron que huir a escondidas, implorando a esos mismos a los que atacaron que les prestaran «ropa civil» y un guía para salir de la «zona de conflicto».
Si 1968 debió esperar 30 años para que la ilógica lógica militar mostrara su arbitrariedad desestabilizadora, en 1999 publicaciones honestas (que las hay) dan cuenta cotidiana de atropellos y crímenes impunes, perpetrados con los únicos argumentos de un uniforme verde olivo y un arma. En pocas palabras un estado de sitio originalmente destinado al sureste mexicano, extendido después a los pueblos indígenas de todo el país, e invadiendo ya las calles de las ciudades.
Diga si no, mientras el gobierno argumenta que la presencia masiva militar en Chiapas es para evitar la desestabilización, un rápido recuento de los hechos de los últimos dos años muestra al Ejército federal como la causa principal de la desestabilización y el deterioro en el sureste mexicano. Ahí donde aparecen los federales, suben las tensiones y se desatan los conflictos.
Desde que el señor Zedillo llegó a Los Pinos de la mano de los asesinos de Colosio, el Ejército federal ha roto el cese al fuego cuando menos en tres ocasiones: en febrero de 1995 (saldo: 5 muertos zapatistas y un coronel y 10 de tropa del Ejército federal muertos en combate); en junio de 1998 en El Bosque (saldo: 8 zapatistas ejecutados después de haber sido tomados prisioneros por militares), y en agosto de 1999 en San José La Esperanza (saldo: 2 zapatistas heridos de bala y 8 militares «golpeados con piedras y palos»). ¿Los secretarios de Gobernación? Moctezuma Barragán (alias Guajardo) en 1995, Francisco Labastida (alias El Suavecito) en 1998, y Diódoro Carrasco (sin alias todavía) en 1999. Con Chuayffet el enfrentamiento siguió el camino de los paramilitares y «regaló a la historia mexicana una de sus páginas más vergonzosas y humillantes: la matanza de Acteal en diciembre de 1997.
Además del ataque militar de los federales, todos estos actos desestabilizadores tienen un común denominador: Ernesto Zedillo Ponce de León.
Sí don Alberto, lejos de garantizar el orden interno, el Ejército federal ha sido una causa importante de desorden y desgobierno.
Pero volviendo a Parte de guerra, es imposible leer este libro sin la sombra de este agosto-septiembre del 99. Imposible hacerlo «olvidando» la Chiapas zapatista. Imposible leerlo sin tener presente no sólo la existencia del actual movimiento estudiantil en la Universidad Nacional Autónoma de México, también las obvias y grandes diferencias, pero sobre todo las no tan claras similitudes. Este es uno de esos libros, de los que hay muy pocos, que se deben leer muchas veces y descubrir en ellos nuevas palabras y silencios nuevos (cosa que no será fácil pues la encuadernación es del modelo «úsese y tírese»), según los agostos y septiembres que vayan gastando calendarios.
Pero, además de con el Movimiento Universitario de hoy y la Chiapas rebelde, este libro se cruza con el Tirano Banderas en muchas páginas. Vea, Don Alberto, el siguiente diálogo entre dos «periodistas» al servicio del tirano:
«¡Quién tuviera una pluma independiente! El patrón quiere una crítica despiadada.
Fray Mocho sacó del pecho un botellín y se agachó besando el gollete:
¡Muy elocuente!
Es un oprobio tener vendida la conciencia.
¡Qué va! Vos no vendés la conciencia. Vendés la pluma, que no es lo mismo.
¡Por cochinos treinta pesos!
Son los frijoles. No hay que ser poeta. (…)»
Ahora crúcela con éstas del texto de Monsiváis: «El gobierno desata una campaña de prensa, radio y televisión contra los «subversivos», y las Explicaciones Patrióticas se desbordan». (op. cit. p. 148). «En 1968, el periodismo en México atraviesa por la experiencia mortecina de negar la modernidad desde un «respeto a las instituciones» que ya poco o nada les dice a los jóvenes y que por lo común se traduce al lenguaje del cinismo. (…) El periodista, por lo común, está al servicio de los políticos, los únicos lectores que se toman en cuenta, y mientras más declamatorio se muestra, más corrupto resulta». (…) Eso explica el grito de «¡Prensa vendida!» en las marchas, y la grotecidad de la desinformación». (p. 174) Y más adelante: «En 1968, la televisión privada se niega a difundir las posiciones del Movimiento. Se prodigan las calumnias y las llamadas al linchamiento moral, los noticieros delatan la insignificancia numérica de las marchas» (p. 183).
El movimiento universitario de 1999 ha sufrido, como pocos movimientos en los últimos años, una verdadera guerra de medios. Particularmente la televisión privada (donde Televisa y Televisión Azteca se arrebatan entre sí el «honor» de ser la columna vertebral de la ultraderecha en México) y la radio, se esfuerzan hasta mucho más allá de la evidente complacencia del gobierno. Con singular entusiasmo reparten calificativos como si fueran muestras gratis de un nuevo producto: «Agitadores», «subversivos», «asaltantes», «secuestradores», «delincuentes», «pseudoestudiantes», «paristas» (para contraponerlo con «los estudiantes que sí quieren estudiar), y, marcadamente, el ex priismo que les facilitó algún intelectual perredista: «ultras».
Y en el sureste mexicano, los poderosos y sus sabuesos no se quieren quedar atrás. Grandes cantidades de dinero, originalmente destinadas a las comunidades indígenas, fluyen hacia los medios de comunicación en Chiapas. Si el tono declamatorio de algunos «periodistas» fuera un referente de la cantidad de dinero que recibieron, entonces podría entenderse por qué, a pesar de todo lo que ha invertido el gobierno en el estado, poco o nada llega a las comunidades. Buena parte se queda en las mesas de redacción y en los bolsillos de «periodistas» que tienen particular fascinación por transportarse en helicópteros del Ejército para cubrir «con toda objetividad» lo que sucede.
Pasada la moda de las «deserciones» zapatistas, hay un nuevo tema: los malvados estudiantes paristas de la UNAM han llegado a sembrar la discordia entre las plácidas comunidades indígenas, tan tranquilas que estaban, ergo, no hay que permitir que esos jóvenes «violen» la soberanía de Chiapas (y lo paradójico es que es a los zapatistas a los que acusan de separatismo). «O se van a la cárcel», declara completamente borracho el Croquetas mientras los militares del cuartel de San Quintín le aplauden.
En la Chiapas de Zedillo-Albores, los ecos del 68 se actualizan y gritan los ladridos de su patrón a los estudiantes que llegaron al poblado de Amador Hernández. El «¡Fuera pinches extranjeros!» (porque en la Chiapas de Albores todo el que no sea priísta es un «pinche extranjero») tiene su antecedente en «¡Queremos Ches muertos!, gritaban y, como un eco enorme, la multitud respondía: ¡Queremos Ches muertos! ¡Mueran todos los guerrilleros apátridas!, volvían a gritar y la multitud respondió exaltada: ¡Mueran!». (En El Heraldo de México, 9 de septiembre de 1968. op. cit. 178).
Si Scherer y Monsiváis redescubren que fue un miedo histérico el principal motor de la respuesta gubernamental al movimiento de 68, Agosto y Septiembre revelan algo igualmente terrible: Zedillo y Albores, y prensa que los acompaña, se convencen que un nuevo fantasma recorre las aulas universitarias y las montañas del sureste mexicano: el antiMéxico. La histeria al frente del gobierno federal y estatal.
Más dice el libro, y todavía más la realidad de este agosto de fin de siglo. Este libro de Parte de guerra es casi tan bueno como La noche de Tlatelolco, ese espejo roto que nos regalara hace años la hija de la princesa.
Pues sí, Don Alberto, ya se va agosto y ya se llega septiembre, la UNAM y Chiapas le duelen ahora a flor de piel a este país llamado México. El movimiento estudiantil universitario y la rebelión zapatista luchan esos dolores. Tal vez no alcancen a aliviarlos, y apenas sirvan para sentirlos de veras como lo que son: dolores de todos…
Leí por ahí que los libros sí le llegaron a tiempo y, tal vez, pudo usted empacarlos en su maleta, pensando que después podría pintarle algunas letras a esas palabras dibujadas.
Vale Don Alberto. Salud y ¿sabe qué?, de la muerte lo que duele es que a veces abraza a quien no debe.
Sup.
Se interrumpe ahí la escritura. Pendiente, esperando su acomodo, una cita de Parte de guerra queda sola: «La furia coaligada de políticos, empresarios, obispos y medios informativos no disuade a los huelguistas, ni el miedo de los padres de familia evita el vigor del Movimiento». (p. 178).
Sobre la última frase, la vela da su parpadeo último y cierra su único ojo. Un instante apenas. Una nueva llama ilumina momentáneamente la pipa y la cara de la sombra sentada.
Imposible verle el rostro pues está de espaldas.
Y aunque de frente estuviera, este hombre es un sin rostro, uno más de los que abundan en esta esquina de la historia.
Desde las montañas del sureste mexicano.
Subcomandante Insurgente Marcos
México, agosto-septiembre de 1999.
No hay comentarios todavía.
RSS para comentarios de este artículo.