Ejército Zapatista de Liberación Nacional
México.
Maestros y estudiantes de la Universidad Pedagógica Nacional:
Maestros de las normales rurales de México:
Hermanas y hermanos:
Bienvenidos a La Realidad. Queremos que todas y todos ustedes, y quienes son como ustedes pero hoy no pueden estar con nosotros, sepan que tenemos mucho contento en encontrarnos con ustedes y poder conocer sus pensamientos y palabras, y poderles decir directamente, sin intermediarios, nuestro sentimiento.
Hace algunos años todavía vivía un viejo maestro en estas montañas, su nombre es Antonio, y, a fuerza de pasar con él y aprender de él y con él, terminé por llamarlo «Viejo Antonio». Indígena de los más antiguos de estos suelos, el Viejo Antonio se hizo el muerto en los primeros meses de 1994. Con el pretexto de una tuberculosis que le fue robando los pulmones a mordidas, una madrugada se quedó quieto y logró engañar a muchos haciéndoles creer que estaba muerto. Aun y cuando su cuerpo fue enterrado al pie de una de las ceibas, la más grande y poderosa de estas montañas, el Viejo Antonio se da la maña y el ingenio para darse sus escapadas y encontrarme, así sea para pedirme fuego para encender sus eternos cigarrillos hechos con doblador, o sea para alumbrar algunas de las historias que le andan en el corazón y en la piel a este hombre que fue alumno y maestro a su tiempo.
El Viejo Antonio no estudió pedagogía, ni siquiera terminó la primaria. Es más, sospecho que aprendió a leer y escribir con alguno de esos primeros dioses que pueblan las historias que nos regala más como peso y responsabilidad, que como distracción o alivio. Pero creo que ustedes estarán de acuerdo en que el Viejo Antonio fue y es un maestro, y un maestro de los buenos. En todo caso, estoy seguro de que haría un mejor papel que el triste y patético que han desempeñado las sucesivas autoridades de la Universidad Pedagógica Nacional.
Les cuento ahora del Viejo Antonio porque justo en una de estas madrugadas que asombran y desconciertan el agosto que se llueve en las montañas del Sureste Mexicano, se llegó el Viejo Antonio hasta donde yo me estaba sentado, rellenando por enésima vez la pipa y tratando de contener la indignación que me provoca la agresión de granaderos contra universitarios en días pasados. Miraba yo a cualquier lado, a nada en especial, acaso tratando de adivinar alguna pregunta escondida en un rincón de la múltiple sombra que en La Realidad camina y se desvela, cuando el Viejo Antonio me pide fuego para su cigarro mal forjado en doblador. De por sí el Viejo Antonio se da en llegarse callado, es parco con la palabra y el gesto. Pero cuando empieza el humo del tabaco a salir de sus labios, salen también grandes y pequeñas historias, como ésta que ahora les cuento como me la contó el Viejo Antonio cuando me miraba mirar, y que se llama, según recuerdo…
La historia de la mirada
Una lenta voluta de humo sale de la boca del Viejo Antonio que la mira y, con su mirada, le empieza a dar forma de signo y de palabra. Al humo y la mirada, siguen las palabras del Viejo Antonio…
«Mira Capitán (porque debo aclararles que en el tiempo en que yo conocí al Viejo Antonio tenía yo el grado de Capitán Segundo de Infantería Insurgente, lo que no dejaba de ser un típico sarcasmo zapatista porque sólo éramos 4 -desde entonces el Viejo Antonio me llama «Capitán»), mira Capitán, hubo un tiempo, hace mucho tiempo, en que nadie miraba. No es que no tuvieran ojos los hombres y mujeres que se caminaban estas tierras. Tenían de por sí, pero no miraban. Los dioses más grandes, los que nacieron el mundo, los más primeros, de por sí habían nacido muchas cosas sin dejar mero clarito para qué o por qué o sea la razón o el trabajo que cada cosa debía de hacer o de tratar de hacer. Porque de que cada cosa tenía su por qué, pues sí, porque los dioses que nacieron el mundo, los más primeros, de por sí eran los más grandes y ellos sí se sabían bien para qué o por qué cada cosa, eran dioses pues. Pero resulta que estos dioses primeros no muy se preocupaban de lo que hacían, todo lo hacían como fiesta, como juego, como baile. De por sí cuentan los más viejos de los viejos que, cuando los primeros dioses se reunían, seguro tenía que haber una su marimba, porque seguro que al final de sus asambleas se venían la cantadera y la bailadera. Es más, dicen que si la marimba no estaba a la mano, pues nomás no había asamblea y ahí se estaban los dioses, rascándose nomás la barriga, contando chistes y haciéndose travesuras. Bueno, el caso es que los dioses primeros, los más grandes, nacieron el mundo, pero no dejaron claro el para qué o el por qué de cada cosa. Y una de estas cosas eran los ojos. ¿Acaso habían dejado dicho los dioses que los ojos eran para mirar? No pues. Y entonces ahí se andaban los primeros hombres y mujeres que acá se caminaron, a los tumbos, dándose golpes y caídas, chocándose entre ellos y agarrando cosas que no querían y dejando de tomar cosas que sí querían. Así como de por sí hace mucha gente ahora, que toma lo que no quiere y le hace daño, y deja de agarrar lo que necesita y la hace mejor, que anda tropezándose y chocando unos con otros. O sea que los hombres y mujeres primeros sí tenían unos sus ojos, sí pues, pero no miraban. Y muchos y muy variados eran los tipos de ojos que tenían los más primeros hombres y mujeres. Los había de todos los colores y de todos los tamaños, los había de diferentes formas. Había ojos redondos, rasgados, ovalados, chicos, grandes, medianos, negros, azules, amarillos, verdes, marrones, rojos y blancos. Sí, muchos ojos, dos en cada hombre y mujer primeros, pero nada que miraban.
Y así se hubiera seguido todo hasta nuestros días si no es porque una vez pasó algo. Resulta que estaban los dioses primeros, los que nacieron el mundo, los más grandes, haciendo una su bailadera porque agosto era, pues, mes de memoria y de mañana, cuando unos hombres y mujeres que no miraban se fueron a dar a donde estaban los dioses en su fiestadero y ahí nomás se chocaron con los dioses y unos fueron a dar contra la marimba y la tumbaron y entonces la fiesta se hizo puro borlote y se paró la música y se paró la cantadera y pues también la bailadera se detuvo y gran relajo se hizo y los dioses primeros de un lado a otro tratando de ver por qué se detuvo la fiesta y los hombres y mujeres que no miraban se seguían tropezando y chocando entre ellos y con los dioses. Y así se pasaron un buen rato, entre choques, caídas, mentadas y maldiciones.
Ya por fin al rato como que se dieron cuenta los dioses más grandes que todo el desbarajuste se había hecho cuando llegaron esos hombres y mujeres. Y entonces los juntaron y les hablaron y les preguntaron si acaso no miraban por dónde caminaban. Y entonces los hombres y mujeres más primeros no se miraron porque de por sí no miraban, pero preguntaron qué cosa es «mirar». Y entonces los dioses que nacieron el mundo se dieron cuenta de que no les habían dejado claro para qué servían los ojos, o sea cuál era su razón de ser, su por qué y su para qué de los ojos. Y ya les explicaron los dioses más grandes a los hombres y mujeres primeros qué cosa era mirar, y los enseñaron a mirar.
Así aprendieron estos hombres y mujeres que se puede mirar al otro, saber que es y que está y que es otro y así no chocar con él, ni pegarlo, ni pasarle encima, ni tropezarlo.
Supieron también que se puede mirar adentro del otro y ver lo que siente su corazón. Porque no siempre el corazón se habla con las palabras que nacen los labios. Muchas veces habla el corazón con la piel, con la mirada o con pasos se habla.
También aprendieron a mirar a quien mira mirándose, que son aquellos que se buscan a sí mismos en las miradas de otros.
Y supieron mirar a los otros que los miran mirar.
Y todas las miradas aprendieron los primeros hombres y mujeres. Y la más importante que aprendieron es la mirada que se mira a sí misma y se sabe y se conoce, la mirada que se mira a sí misma mirando y mirándose, que mira caminos y mira mañanas que no se han nacido todavía, caminos aún por andarse y madrugadas por parirse.
Y ya que aprendieron esto, los dioses que nacieron el mundo les encargaron a estos hombres y mujeres, que habían llegado tropezando, chocando y cayendo con todo, la tarea de enseñarles a los demás hombres y mujeres cómo se miraba y para qué es el mirar. Y ahí aprendieron los diferentes a mirar y mirarse.
Y no todos aprendieron porque ya el mundo se había echado a andar y ya andaban los hombres y mujeres por todos lados, tropezando, cayéndose y chocando unos con otros. Pero unos y unas sí aprendieron y éstas y éstos que aprendieron a mirar son los llamados hombres y mujeres de maíz, los verdaderos.»
Quedó en silencio el Viejo Antonio. Yo lo miré mirarme mirarlo y volteé la vista mirando cualquier rincón de esa madrugada.
El Viejo Antonio miró lo que yo miraba y, sin decir ninguna palabra, agitó con su mano la encendida colilla de su cigarro de doblador. De pronto, convocada por el llamado de la luz en la mano del Viejo Antonio, una luciérnaga salió del rincón más oscuro de la noche y trazando breves serpentinas luminosas, se acercó hasta donde el Viejo Antonio y yo estábamos sentados. Tomó el Viejo Antonio la luciérnaga con sus dedos y, dándole un soplo, la despidió. Se fue la luciérnaga hablando su luz tartamuda.
Un rato siguió la noche de abajo oscura.
De pronto, cientos de luciérnagas empezaron su brilloso y desordenado baile y ahí, en la noche de abajo, había de pronto tantas estrellas como la que en la noche de arriba vestía el agosto de las montañas del Sureste Mexicano.
«Para mirar, y para luchar, no basta saber a dónde dirigir miradas, paciencia y esfuerzos» -me dijo el Viejo Antonio ya incorporándose-.
Es necesario también empezar y llamar y encontrar a otras miradas que, a su tiempo, empezarán y llamarán y encontrarán a otras más.
Así, mirando el mirar del otro, se nacen muchas miradas y mira el mundo que puede ser mejor y que hay lugar para las miradas todas y para quien, aunque otro y diferente, mira mirar y se mira a sí mismo caminando la historia que falta todavía».
Se fue el Viejo Antonio. Yo seguí sentado toda la madrugada y, cuando encendí de nuevo la pipa, mil luces abajo encendieron la mirada y hubo luz abajo, que es donde debe haber luz y múltiples miradas…
Hermanas y hermanos maestros y estudiantes:
Esperamos que este encuentro tenga éxito y les permita a ustedes conocer y entender nuestra mirada.
Queremos repetirles que son bienvenidas y bienvenidos a estas tierras.
Sabemos bien que su mirada sabrá mirarnos mirarlos y que, luego, su mirada convocará a otras más, a muchas y habrá camino y luz y, un día, ya nadie tropezará de madrugada…
Vale. Salud y para mirar lejos no son necesarios unos binoculares, sino el largavista que la dignidad regala a quien la lucha y vive.
Desde las montañas del Sureste Mexicano
Subcomandante Insurgente Marcos
México, agosto de 1999
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