PONENCIA A 7 VOCES 7.
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PONENCIA A 7 VOCES 7.
PONENCIA A 7 VOCES 7.
PONENCIA A 7 VOCES 7.
PONENCIA A 7 VOCES 7.
Las políticas y las bolsas (las nuestras y las de ellos).
Prólogo.-
Esta ponencia será presentada en la Mesa I del Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo. Todos saben que la llamada mesa I (eso de «mesa» es un eufemismo con el que los zapatudos pretenden distraer a los invitados al encuentro y hacerles más amable el tierno lodazal de La Realidad), se nombra «De Peines, Cepillos de Dientes, Pantuflas y otros conceptos de una Nueva Ciencia Política«…
¿Qué? ¿No así se llama?
¿Cómo? ¿»Qué política tenemos y qué política necesitamos«?
¿Deveras? Bueno, está visto que eso de que los zapatones tienen mucha imaginación es otro mito, quiero decir, otro mito además de esa nariz que se autodenomina genial. Bien, dejemos eso para después. Este es un prólogo y debe hacer lo que todos los prólogos hacen, es decir, tratar de convencer al lector o al oyente de que lo que sigue vale la pena (o de consolarlo antes de que se desilusione al darse cuenta de que lo que sigue al prólogo tampoco vale la pena). Como se podrá ver a continuación, esta ponencia es fundamental para esta mesa, sus aportaciones al tema político son indiscutibles y rebosan sapiencia, contundencia, y otras especias. La forma en que esta ponencia llega a este encuentro y esta mesa es algo que bien amerita otro encuentro intergaláctico. Pero para eso habrá que esperar a que todos nos repongamos de este desvarío intercontinental que algún iluso llama «Encuentro». Mientras eso ocurre, os haré una breve reseña:
El escrito fue hallado dentro de una botella de trago vacía, encontrada en medio de una de esas tormentas que azotan el abrazo que nos regala el julio de la montaña. El otro julio que nos sigue regalando abrazos, Julio Cortázar, hizo su propio encuentro interplanetario en un sólo día y, además, se dio el lujo de enseñarnos a dar «La vuelta al día en ochenta mundos».
En uno de esos mundos, aquel Julio nos mandaba su propia ponencia a la que llamó: Coda Personal.
«Por eso, señora, le decía yo que muchos no entenderán este paseo del camaleón por la alfombra abigarrada, y eso que mi color y mi rumbo preferidos se perciben apenas se mira bien: cualquiera sabe que habito a la izquierda, sobre el rojo. Pero nunca hablaré explícitamente de ellos, o a lo mejor sí, no prometo ni niego nada. Creo que hago algo mejor que eso, y que hay muchos que lo comprenden. Incluso algunos comisarios, porque nadie está irremisiblemente perdido y muchos poetas siguen escribiendo con tiza en los paredones de las comisarías del norte y del sur, del este y del oeste de la horrible, hermosa tierra».
Así las cosas, no viene a mal recordar a ese Julio en este julio y, junto a ellos, recordar a todos los prisioneros de todas las comisarías de todo el mundo. Ya sé que un prólogo no es lugar para dedicar un escrito, pero los dos julios parecen haberse confabulado para trastocar la amable rutina de las montañas del sureste mexicano con un mensaje dentro de una botella. Si una botella con un mensaje puede ser encontrada en medio de una tormenta en la montaña, entonces bien puede encontrarse una dedicatoria en medio de un prólogo. Por lo tanto, y puesto que mensajes, botellas, julios y comisarías, esta ponencia está dedicada…
A los presuntos zapatistas presos y,
a través de ellos,
a todos los presos políticos del mundo.
A los zapatistas desaparecidos y,
a través de ellos,
a todos los desaparecidos políticos del mundo.
Bien, sigamos con el escrito que encontramos dentro de una botella y que hoy se presenta como ponencia en la Mesa 1 del Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo. Y ya que estamos hablando de encuentros, alguien haría mucho por la humanidad si les dijera a los zapateros que no usaran nombres tan largos para llamar a sus locuras. Es tan largo el nombre de este encuentro que cuando se llega a la parte que dice «contra el Neoliberalismo» uno está tan cansado que, créanmelo, dan ganas de todo, menos de enfrentarse contra algo.
¿En qué me quedé?
¡Ah sí! En la ponencia que encontramos dentro de una botella. Pues bien, el texto no tiene fecha, pero estudios científicos computarizados han determinado que pudo haber sido escrito cualquier día, en cualquier parte del mundo y por cualquiera de los seres humanos que en el mundo son y han sido. Sin embargo, lo más importante no ha sido esclarecido. Los más grandes centros científicos de prestigio y desprestigio han sido consultados, pero todo ha sido inútil. No ha sido posible determinar quién se vació, entre pecho y espalda, el contenido de la botella, ni que extraño baile le provocó a este improbable ser la alegría que pudo haber encontrado en el líquido y que, es sabido, en realidad ya lleva el ser humano donde se debe llevar la alegría, es decir, en los pies…
Capítulo I:
Donde el Olivio explica el por qué no hay que tener miedo de los aviones, helicópteros y otros terrores con los que el Poder pretende castigar la rebelde dignidad de los indígenas zapatistas.
Hace unos días, en uno de los rincones americanos del mundo, se reunieron un grupo de personas. Por ahí andaba un amigo. Por el correo electrónico me había llegado el aviso de que un grupo de dignidades se reunirían para brindar y saludar a la rebeldía zapatista. Eso de brindar no sé si agradecerlo o lamentarlo, pero como quiera aproveché para devolver el saludo con una carta y para pedir una taza de café en la cocina. No porque fuera a tomarme el café, sólo quería tener un pretexto amable para rechazar el brindis en caso de que me lo ofrecieran. Sí, ya sé que no se puede brindar por correo electrónico, pero con los avances de la tecnología no hay que confiarse. Dicen que en México hay una guerrilla que usó el fax para declararle la guerra al supremo gobierno y que utiliza el internet y la comunicación satelital para dar a conocer sus pronunciamientos. «Cosas veredes Sancho» diría Durito que, afortunadamente, no está en éste sino en otro capítulo.
Ahora anda por estos lodos, perdón, quise decir por estos suelos, el tal amigo. No es por presumirles, pero el amigo es un mi amigo desde hace muchos años. Claro que él no sabía que era mi amigo. Llegó él hace mucho tiempo. Llegó como llegan los buenos amigos, es decir, a través de las letras. Dice el amigo, a quien llamaré «mi amigo» aprovechando que está ahora atrapado en el lodo y no puede protestar, que las palabras de resistencia en el mundo son numerosas y suenan como lluvia tupida cayendo ahora en los techos de los indígenas zapatistas, en los techos que ahora comparten miles de seres dignos, hombres y mujeres, de todo el mundo. El amigo es uno de esos buscadores de lluvias que hay en el mundo. Camina él, como otros caminan, juntando gotitas de la lluvia de resistencia que se llueven en América. En África, en Asia, en Oceanía, en Europa, hay también otros buscadores de lluvia, de las historias de resistencia que no encuentran lugar en la historia de olvido que escribe el seco poder de la Soberbia. Yo creo que todos los buscadores de lluvia que por acá han llegado, se han dado cuenta de que todos nosotros llegamos a llovernos, que nos dimos cuenta que la lluvia puede ser amable si es hermana la palabra que nos moja. Así que podemos decir que éste es un encuentro de llovedores, forma húmeda de decir que es un encuentro de hermanos.
Esa vez le escribí a mi amigo platicándole del Olivio. Le decía yo que:
«El Olivio es un niño tojolabal. Tiene menos de 5 años y todavía está dentro del límite mortal que aniquila a miles de infantes indígenas en estas tierras. Las probabilidades de que el Olivio muera por enfermedades curables antes de los 5 años es la más alta de este país que se llama México. Pero el Olivio esta vivo todavía. El Olivio se presume de ser amigo del «Zup» y de jugar fútbol con el Mayor Moisés. Bueno, eso de jugar fútbol es arrogante. En realidad, el Mayor se limita a patear el balón lo suficientemente lejos como para librarse de un Olivio que considera, como cualquier niño lo haría, que el trabajo más importante de los oficiales zapatistas es jugar con los niños.
Yo observo de lejos. El Olivio patea el balón con una decisión que da escalofríos, sobre todo si te imaginas que esa patada podría tener tu tobillo como destino. Pero no, el destino de la patada del Olivio es un pequeño balón de plástico. Bueno, esto también es un decir. En realidad la mitad de la patada y de la fuerza se queda en el lodo de la realidad chiapaneca y sólo una parte proyecta el balón por un rumbo errático y cercano. El Mayor da un patadón y la pelota pasa a mi lado y se va muy lejos. El Olivio corre decididamente detrás del esférico (léase esto, y lo que sigue, con voz de comentarista de fútbol por televisión o radio). Esquiva ágilmente un tronco tirado y una raíz ya no tan oculta, gambetea y dribla dos chuchitos («perritos» para los chiapanecos) que de por sí ya huían aterrados ante el avance implacable, decidido y relampagueante del Olivio. La defensa ha quedado atrás (bueno, en realidad la «Yeniperr» y el Jorge están sentados y jugando con el lodo, pero lo que quiero decir es que no hay enemigo al frente) y el arco contrario está inerme ante un Olivio que aprieta los pocos dientes que tiene y enfila al balón como locomotora desvielada. El respetable, en el graderío, cuelga en la tarde un silencio expectante… El Olivio llega, ¡por fin!, frente al balón y, cuando toda la galaxia espera un patadón que rompa las redes (bueno, la verdad es que, detrás del supuesto marco enemigo, sólo hay un acahual con ramas, espinas y bejucos, pero sirven como redes), y ya empieza a subir, de los riñones a la garganta, el grito de «¡gooool!», cuando todo está listo para que el mundo demuestre que se merece a sí mismo, justo entonces es cuando el Olivio decide que ya estuvo bueno de correr detrás de la pelota y que ése pajarraco negro que revolotea no lo puede hacer impunemente y, súbito, el Olivio cambia de dirección y de profesión y va por su tiradora para matar, dice, al pájaro negro y llevar algo a la cocina y a la panza. Fue algo, ¿cómo decirte?… algo anticlimático («muy zapatista», diría mi hermano), muy tan incompleto, muy tan inacabado, como si un beso se hubiera quedado colgado en los labios y nadie nos hiciera el favor de recogerlo.
Yo soy un aficionado discreto, serio y analítico, de ésos que revisan los porcentajes y los historiales de equipos y jugadores y pueden explicar perfectamente la lógica de un empate, un triunfo o una derrota, sin importar cuál se dé. En fin, un aficionado de ésos que después se explican a sí mismos que no hay que ponerse triste por la derrota del preferido, que era de esperar, que en la que sigue habrá un repunte, que otros etcéteras que engañen al corazón con la inútil tarea de la cabeza. Pero en ese momento perdí los estribos y, como hincha que ve traicionados los valores supremos del género humano (es decir, los que con el fútbol tienen que ver), salté de las gradas (en realidad estaba sentado en una banquita de troncos) y me enfilé, furioso, a reclamarle al Olivio su falta de pundonor, de profesionalismo, de espíritu deportivo, de ignorante de la ley sagrada que manda que el futbolista se debe a la afición por entero. El Olivio me ve venir y se sonríe. Yo me detengo, me paro en seco, me quedo helado, petrificado, inmóvil. Pero no te creas, amigo, que es por ternura que me detengo.
No es la tierna sonrisa del Olivio lo que me paraliza.
Es la tiradora que tiene en las manos…
Pues sí, amigo. Ya sé que es muy evidente que trato de hacerles un símil de la tierna furia que nos hace hoy soldados para que, mañana, los uniformes militares sólo sirvan para los bailes de disfraces y para que, si uno debe ponerse uniforme, sea el que se usa para jugar, por ejemplo, fútbol…» (Fin de la cita de la carta).
Eso fue el 8 de este julio húmedo y, como dice el otro Julio, la naturaleza imita a la arte. Así que, días después, hoy, encontré al Olivio usando sus zapatos en lo que deben usarse, es decir, en patear un balón. Corrió el Olivio detrás de la pelota justo cuando un avión militar de tropas especiales paseaba sobre La Realidad. El Olivio tropezó con una piedra y se cayó. Olivio cumplió con su deber con toda entereza, es decir, empezó a chillar con una dedicación que era digna de admiración. En eso estábamos, o sea que el avión buscaba transgresores de La Realidad, el Olivio lloraba y yo fumaba debajo de un árbol, cuando pasó lo increíble: el Olivio dejó de llorar y se empezó a reír.
Sí, resulta que el Olivio estaba jalando aire para reanudar su chillido cuando levantó la cabeza y se quedó mirando el avión militar. Suspendió entonces su aspiración y la truncó con una risa. Yo puse cara de «te lo dije, siempre pensé que ese niño acabaría por volverse loco». Pero no crean que tengo el corazón duro. Inmediatamente decreté una alerta roja y mandé un enlace a la ONU para pedir un psiquiatra infantil, porque tampoco se trataba de dejar al Olivio solo con su locura, pensé que era bueno que tuviera compañía. Pero como la ONU sólo es rápida para autorizar el empleo de fuerzas armadas multinacionales, mejor me acerqué con cuidado al Olivio para saber la sinrazón de su desvarío. A una distancia prudente me detuve y le pregunté con mucho tacto:
– ¿Por qué estabas chillando hace rato y ahora te estás riendo? –
El Olivio me sonrió y se levantó diciéndome:
– Lo miré el avión de los soldados. Yo, si me caigo, pues lloro y me levanto. Pero el avión, si se cae, no va a llorar ni a levantarse. –
Se fue el Olivio detrás de la pelota. Yo me volví corriendo sobre mis pasos, cancelé la alerta roja y el enlace con la ONU, y envié un parte de guerra al CCRI informándoles que íbamos a ganar y que prepararan el ascenso del Olivio, cuando menos, a General de División.
El Olivio no parece agitado por su inminente promoción. Más tarde, por el contrario, está de necio tratando de convencerme de que, dice el Olivio, hagamos una escalera grande, grande, para subirnos a la noche y jugar a la pelota con la luna, dice…
Capítulo II:
Donde la lluvia, julio y el Viejo Antonio anuncian el hoy, pero 10 años antes.
Llovía tendido. Quiero decir que la lluvia hasta se acostaba cuando el viento le tomaba la cintura. El Viejo Antonio y yo habíamos salido de cacería esa noche. El Viejo Antonio quería matar a un tejón que le robaba el maíz que ya empezaba a asomar en la milpa. Esperamos a que el tejón llegara, pero en su lugar llegaron una lluvia y un viento que nos obligaron a refugiarnos en la troje casi vacía. El Viejo Antonio se acomodó en un rincón más adentro y yo me senté en el dintel de la puerta. Fumábamos los dos. Él dormitaba y yo veía como la lluvia se ladeaba a un lado y a otro, según el paso que le marcara el baile de un viento más caprichoso que de costumbre. La danza terminó o se mudó a otro sitio. Pronto no quedó de la lluvia más que la ensordecedora competencia entre grillos y ranas. Salí tratando de no hacer ruido para no despertar al Viejo Antonio. El aire quedó húmedo y caliente, como queda de por sí cuando el deseo termina el baile de los cuerpos.
– Mira – me dice el Viejo Antonio, y tiende su mano hacia una estrella que apenas se asoma detrás de las cortinas que las nubes hacen en occidente. Yo miro la estrella y siento no sé qué pesar en el pecho. Algo así como una soledad triste y amarga. Sin embargo me sonrío y, antes de que el Viejo Antonio me pregunte, aclaro:
– Me estaba acordando de un proverbio que dice más o menos así: «Cuando el dedo señala el sol, el tonto mira el dedo» – El Viejo Antonio se ríe de buena gana y me dice:
– Más tonto sería si mirara el sol. Se quedaría ciego. – La lógica abrumadora del Viejo Antonio me deja tartamudeando la explicación sobre lo que, supongo, quiere decir el proverbio. El Viejo Antonio se sigue riendo, no sé si de mí, de mi explicación o del tonto que mira al sol cuando lo señala el dedo. Se sienta el Viejo Antonio, pone su chimba a un lado y forja un cigarrillo con algo de doblador que tomó de la vieja troje. Yo entiendo que es la hora de callarse y escuchar. Me siento a su lado y enciendo la pipa. El Viejo Antonio da unas bocanadas a su cigarro y empieza a llover palabras con sólo el humo aliviándoles la caída.
– Hace rato no te estaba señalando la estrella con la mano. Estaba pensando en cuánto se necesita caminar para que mi mano pueda tocar esa estrella allá arriba. Te iba a decir que calcularas la distancia que hay entre mi mano y la estrella, pero tú saliste con lo del dedo y el sol. Yo no te estaba mostrando mi mano, pero tampoco la estrella. Ese tonto del que habla tu proverbio no tiene alternativa inteligente: si mira el sol y no se queda ciego, entonces se va a tropezar mucho por estar mirando hacia arriba; y si mira el dedo no va a tener camino propio, o se queda parado o camina detrás del dedo. Total que los dos son tontos: el que mira el sol y el que mira el dedo. Caminar, vivir pues, no se hace con verdades grandes que, si uno las mide, resulta que son bastante pequeñas. Va a llegar la noche en que empecemos a caminarla para llegar al día. Si sólo vemos muy cerca, entonces nomás por ahí nos vamos a quedar. Si sólo vemos muy lejos, entonces vamos a tropezarnos mucho y a perder el camino. – reposa la palabra el Viejo Antonio. Yo pregunto:
– ¿Y cómo vamos a saber mirar lejos y mirar cerca? –
El Viejo Antonio reanuda el cigarro y la voz:
– Hablando y escuchando. Hablando y escuchando a los que están cerca. Hablando y escuchando a los que están lejos. –
El Viejo Antonio vuelve a tender la mano hacia la estrella. Se mira la mano el Viejo Antonio y dice:
– Cuando se sueña hay que ver la estrella allá arriba, pero cuando se lucha hay que ver la mano que señala la estrella. Eso es vivir. Un continuo sube y baja de la mirada. –
Regresamos a su pueblo del Viejo Antonio. La madrugada ya empezaba a vestirse de amanecer cuando nos despedimos. Salió el Viejo Antonio a acompañarme hasta el portón del potrero. Cuando estuve del otro lado del alambre de púas me volví hacia él y le dije:
– Viejo Antonio. Cuando tendiste tu mano hacia la estrella yo no miré ni tu mano ni la estrella…- El Viejo Antonio me interrumpe.
– ¡Ah! Muy bien, miraste entonces el espacio que había entre una y otra. –
– No – le dije. – Tampoco miré el espacio entre una y otra –
– ¿Entonces? –
Yo me sonreí y empecé a alejarme cuando le grité:
– Estaba mirando un tejón que estaba entre tu mano y la estrella… –
El Viejo Antonio miró al suelo buscando algo para arrojarme. No sé si no lo encontró o ya estaba lejos para que me alcanzara su mano. De todas formas fue una suerte que ya no cargara su chimba.
Yo me fui caminando, tratando de mirar cerca y lejos. Arriba y abajo la luz hacía encontrarse a la noche con el día, la lluvia enlazaba a julio con agosto, y el lodo y las caídas dolían un poco menos. 10 años después empezaríamos a hablar y escuchar a los que creíamos lejos. Ustedes…
Capítulo III:
Donde el ilustre hidalgo Don Durito de La Lacandona explica la extraña relación entre los peines, las pantuflas, los cepillos de dientes, las bolsas (las nuestras y las de ellos) y el encuentro intercontinental por la humanidad y contra el neoliberalismo.
Hay un gris acá arriba. Como si la noche y el día tuvieran pereza, la una de irse y el otro de llegarse. Una madrugada demasiado larga, mucho el tiempo sin noche ni día. Allá abajo, cerca de esa ceiba joven y copetona, se velan armas y sueños. Sin embargo, alrededor todo parece normal. Hay lodo, luces extraviadas, sombras certeras. Sólo alrededor de la ceiba se adivina movimiento. Un lente poderosa permite distinguir a un hombre sentado que habla y hace ademanes. Parece solo y sí, un poco loco. Pero… ¡un momento! ¿Qué es eso que está a su lado? ¿Una armadura de un museo de miniaturas? ¿Un pequeño tanque de guerra desvencijado? ¿Un mini bunker blindado y móvil? ¿Un barco de guerra chiquito encallado en la realidad? ¿Un…? ¿Un…? ¿Un escarabajo?
– Muuuuuy gracioso, muuuuuy gracioso. – dice Durito mientras mira hacia arriba retadoramente. Yo levanto la vista y sólo veo el gris sobre el verde oscuro del copete de la ceiba.
– ¿A quién le hablas? – pregunto después de escuchar más quejas y desafíos de Durito.
– Es ese satélite impertinente que ni siquiera sabe distinguir entre un tanque de guerra y un gallardo y valeroso caballero andante. – Durito hace una señal obscena hacia el ¿satélite? y luego se vuelve hacia mí y pregunta:
– ¿En qué estábamos mi desvencijado escudero? –
– En que me ibas a decir cómo salir del problema en el que estoy. –
– ¡Ah! Eso… Entiendo que un corazón pobre como el que lleváis en tu maltratado pecho no alcance a entender la bondad que el destino le confiere, poniéndolo a la vera de un andante caballero como yo lo soy. Debéis entender, mísero y mentecato mortal, que los grandes dioses han forjado los destinos de la humanidad con hilos de acero y que malvados hechiceros, además de especular en las bolsas financieras, han hecho nudos terribles con esos hilos, para así oponerse a la natural bondad de los grandes hacedores y para regocijarse con la pena de seres pequeños como tú. Bueno, quiero decir, pequeños sin contar la nariz. Pero los poderes del bien no han abandonado a sus criaturas a la perversa voluntad de esos brujos. No, para cortar esos nudos terribles de dolor y desventura, para hilar la historia con rectitud, para desfacer entuertos, para socorrer al desvalido, para enseñar al ignorante, en fin, para que la humanidad no se avergüence de sí misma, para eso están los caballeros andantes. Si lo entendierais no estaríais dudando de el portento de mi brazo, la sapiencia de mi palabra, la luz de mi mirada… –
– … Y los grandes problemas en que me metes. – interrumpo a Durito. El titubea y yo aprovecho para practicar el viejo y querido deporte de los reproches:
– Porque es mi deber recordaros, mi ilustre y andante caballero, que fue el portento de su brazo, la sapiencia de su palabra y la luz de su mirada, lo que metió mano y letras en la carta de invitación y convocatoria al encuentro intercontinental en esa parte absurda de las pantuflas, los peines y los cepillos de dientes. Además, todos dicen que es un mal plagio del Cortázar de los cronopios… – Durito no resiste la crítica y arremete:
– ¡Mienten! ¿Cómo pueden decir eso si fui yo, el gran Don Durito de La Lacandona, el que le mostró a Julio la riqueza que encierran los escarabajos… – Ahora soy yo el que interrumpo:
– Serán los cronopios…-
– ¡Cronopios o escarabajos! ¡Es lo mismo! ¡Decidme presto quien es el malandrín que osa insinuar que mis brillantes letras algo le deben a nadie. – Durito desenvaina.
Yo trato de cobrarme algunas deudas pendientes y le digo:
– No es un malandrín. Es más no es un él, es una ella. Y no insinúa que hubo plagio. Lo afirma y firma sin pena alguna. –
Durito queda un rato pensativo:
– ¿Una ella? Bueno, las doncellas pueden decir lo que sea sin temor a la furia de mi excalibur. Debe ser maldad de algún perverso hechicero que le ha obrado mala magia y le ha puesto malos pensamientos en donde, es seguro, sólo albergaba amables pensamientos para mi persona. Sí, debe ser eso, porque es sabido que las féminas todas no pueden menos que suspirar con admiración y secreto deseo cuando escuchan nombrar al más grande caballero, o sea yo. Así que no hay más que esperar a que pase el efecto de ese oscuro brebaje que le habrá suministrado el hechicero o a que lo encuentre yo a él y, entonces sí, la fuerza y la justicia que arman mi brazo le harán retirar la brujería y se acabó el problema. Así que dejemos en paz al Julio aquel, tal vez él consiga que este julio no nos ahogue con tanta lluvia. –
Durito guarda su ramita o su espada, eso depende de la imaginación del satélite que, dice, lo espía. Yo no me rindo y cambio de estrategia:
– Sea pues, mi señor y guía. Que la desdichada que ha malhablado en contra vuestra se vea pronto libre del hechizo y vuelva a rendiros adoración. Y si no, entonces que caiga sobre ella un castigo terrible, que consiga trabajo como vocera de alguno de los gobiernos neoliberales que azotan el mundo, que le den el puesto de siquiatra de los poderosos criminales que creen que gobiernan el planeta, que… –
– ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya! Es demasiado castigo para esa beldad. – Durito se pone magnánimo. Yo continúo:
– En cuanto a mi problema, señor de la sabiduría, os ruego que me socorráis porque el encuentro ya es una realidad en la realidad y todos esperan una explicación satisfactoria al requisito de pantuflas, peines y cepillos de dientes… –
– ¿Una explicación? – Durito me mira con, valga la redundancia, dureza.
– Sí. La invitación dice que aquí encontrarán la razón de esa extrañeza todos los incautos, perdón, todos los invitados al encuentro. – Le digo tratando de ablandarlo.
– Bien. Si está escrito, escrito está. Y es ley que se cumpla con lo escrito. Así que escribe lo que os voy a dictar. Debéis hacerlo con esmero porque es una aportación que revolucionará la ciencia política y, además, servirá para distraer un poco la atención de las acusaciones de plagio y otras brujerías. –
Yo saqué inmediatamente un lapicero que, por supuesto, no tenía tinta. Durito se percató de inmediato y sacó, a saber de dónde, una elegante pluma de avestruz y un tintero.
– ¿Y esto? – le pregunté mirando alternativamente la pluma y el tintero.
– ¡Ah! Un regalo de un escarabajo africano. – dice Durito dándose importancia.
– ¿Africano? –
– Sí. Acaso pensabais que sólo ustedes hacen su encuentro intercontinental. Los escarabajos también nos encontramos. – dice Durito.
Yo no quise averiguar más. Ni siquiera sé si hay escarabajos en África. Lo que me apuraba era resolver el enigma de las pantuflas, los peines y los cepillos de dientes, así que, sin más, escribí lo que Durito me dictó y que se titula:
Durito El-número-que-siga.
(El Neoliberalismo, las pantuflas, los peines, los cepillos de dientes y las bolsas).
– ¿Las bolsas? – pregunté – Pero la invitación no decía nada de bolsas…-
– ¿No? Pues ahí está el problema. Creo que olvidé poner las bolsas. Estoy seguro de que, con las bolsas, todos hubieran entendido perfectamente esa parte. Bueno, bueno, no me interrumpáis más. Escribid, escribid. – me apura Durito. Yo seguí con dudas pero escribiendo lo que a continuación dice:
a).- Las pantuflas son una alternativa a las botas. Si me hubieran hecho caso, no hubieran traído todos esos modelos de bototas con los que pretenden, inútilmente, defenderse del lodo. Con botas o con pantuflas, igual se llenan de lodo y se resbalan con el mismo entusiasmo. ¿No? Las botas son inútiles y, además, peligrosas. Así que hubieran traído unas pantuflas y así, al menos, tendrían una buena excusa para estarse tanto tiempo en el suelo y con tanto lodo.
También hay que argumentar que las pantuflas se pueden descalzar con toda facilidad, comodidad y rapidez. Los amantes y los niños me darán la razón, entre otras cosas, porque los únicos seres que pueden entender la profundidad de este mensaje son los niños y los amantes.
Además se acerca el invierno y necesitamos abrigarnos, con las pantuflas nos haremos un abrigo que causará furor en el mundo de la moda.
Ergo, debe haber un encuentro intercontinental por las pantuflas y en contra de las botas. El nombre es igual de largo que el otro y, créanmelo, más definitorio.
b).- Los peines son muy útiles en eventos de este tipo, donde la nostalgia es una enfermedad contagiosa. Con un papelito y soplando adecuadamente, tendréis un instrumento musical. Con música podréis alegrar el corazón y los pies. Para esto del baile no hay como las pantuflas. Con el corazón y los pies alegres se puede bailar. Y bailar es una forma alegre de encontrar y, no hay que olvidarlo, éste es un encuentro.
Ergo, los peines son imprescindibles en todos los encuentros intercontinentales por la humanidad y contra el neoliberalismo.
¡Ah! También sirven para peinar cabellos.
c).- Los cepillos de dientes son una ayuda inapreciable para rascarse la espalda. Los hay de muchos colores, formas y tamaños. Aunque sean diferentes, todos cumplen la función de un cepillo de dientes que es, todo el mundo lo sabe, rascar la espalda. Todos estarán de acuerdo, y lo propongo como acuerdo para la plenaria final, que rascarse es un placer.
Ergo, los cepillos de dientes son harto necesarios en los encuentros intercontinentales por la humanidad y contra el neoliberalismo.
d).- Las pantuflas demuestran que la lógica y las botas no sirven para nada, cuando de soñar y bailar se trata. Los peines demuestran que para la música y el amor todo es un pretexto. Los cepillos de dientes demuestran que se puede ser diferente y ser iguales.
e).- Baile, música, placer y conciencia del otro, estas son banderas por la humanidad y contra el neoliberalismo. El que no lo entiende es, seguro, porque tiene un cartón por alma.
f).- Las bolsas se pueden clasificar en dos tipos: las bolsas de ellos y las bolsas de nosotros.
f.1).- Las bolsas de ellos se conocen como «bolsas de valores» y, cosa paradójica, se distinguen porque carecen de valor. Suelen estar agujeradas a conveniencia de los especuladores y tienen la única virtud de provocar el desvelo y la pesadilla de nuestros gobernantes.
f.2).- Las bolsas de nosotros se conocen como «bolsas» y, como su nombre lo indica, sirven para guardar cosas. Suelen tener los agujeros que el olvido provoca, pero se remiendan con esperanza y vergüenza. Tienen la enorme virtud de guardar cepillos de dientes, peines y pantuflas.
g).- Finalle Fortissímo.- Una bolsa que no puede guardar un cepillo de dientes, un peine y unas pantuflas, es una bolsa que no vale la pena.
Aquí están los 7 puntos definitorios y definitivos por la humanidad y contra el neoliberalismo.
Tan, tan. Se acabó.
Capítulo IV:
Donde el famoso caballero andante dialoga con su narizón escudero, se preparan maletas y otras cosas maravillosas o terribles se anuncian.
Durito ha terminado de poner la montura de una «Pegaso» que, para ser tortuga, está bastante inquieta. Durito no ha dejado de hablar. A ratos parece que se dirige a «Pegaso», a ratos parece que es a mí a quien se dirige, y otras veces parece que habla consigo mismo. ¿Nos está convenciendo Durito de que hay que irse o se está convenciendo él mismo?
– Vámonos poco a poco que en los nidos de antaño hay pájaros de hogaño. Yo fui loco y lo sigo siendo… – Durito, está visto, acomoda la historia de la literatura como mejor le conviene.
Va y viene Durito con un ajetreo que, si no fuera por la seriedad que tiene, pareciera un baile complicado. Yo me he puesto triste porque, a la hora de empacar, me he dado cuenta de que es muy poco lo que tengo. Sin embargo tengo trigo y eso basta. Durito, en cambio, lleva ya varios viajes de libros desde su hojita hasta el lomo de «Pegaso».
– ¿Se puede saber a dónde vamos? – le pregunto a Durito aprovechando que se ha detenido a descansar. Durito no recupera todavía el aliento, así que hace una señal indefinida, señalando hacia cualquier dirección.
– ¿Y eso queda muy lejos? – pregunto.
Durito por fin puede hablar y dice:
– El deber de un andante caballero es recorrer el mundo hasta que no exista un rincón con una injusticia impune. El deber queda en todas partes y en ninguna. Siempre se está cerca y nunca se alcanza. La caballería andante cabalga hasta que alcanza el mañana. Entonces se detiene. Pero al poco debe reanudar la marcha porque la mañana se ha seguido para adelante y ya le lleva un buen trecho. –
– ¿Y qué llevaremos? – pregunto ya un poco más serio.
– La esperanza… – me responde Durito y me señala la bolsa que lleva en el pecho. Ya montándose en «Pegaso» agrega:
– No necesitamos más. Con ella basta… –
Capítulo V:
Donde la luna ensaya una danza que mucho tiene de cópula y alegría.
De nuevo plena, la luna trata de asomar su coquetería por detrás de la alta reja de las montañas de oriente. Con cuidado se arremanga la larga y redonda falda, adelanta un piecito y sube por detrás de la montaña como por una escalera. Cuando llega a la punta, extiende la blanca enagua y gira sobre sí misma. Su propia luz rebota en el espejo de la montaña y le regala colores lilas y azulados. Girando siempre, un viento le acaricia el rostro y la levanta bien arriba. De ojos ciegos e inútiles, en vano le busca el viento mirarle el vientre que la lluvia ha humedecido. Tampoco lo mira la luna al viento, pero no por ciega. Todo su mirar está ocupado en sí misma, en el reflejo que un charquito de lluvia le regala desde la realidad de abajo. Por fin la luna le cede mano y cintura al viento. Ahora giran juntos. Pasan la noche juntos. Bailando. Húmedos y alegres. Pero se va ya la pista nocturna y la luna se fatiga después de unas horas. Hasta posarla en la montaña de occidente la lleva el viento, de la cintura siempre. Ciego siempre, el viento intenta un beso de despedida en la mejilla de la luna, pero se equivoca y son los labios los que roza. ¿Se equivoca? La luna lo perdona pero debe apurarse. Antes de dejarse resbalar por occidente, la luna mira dos figuras, la una pequeña y redondeada, la otra alta y desgarbada. No sabe la luna si las figuras van o vienen, pero sabe que caminan. Es por eso que les regala el roce que, antes de esconderse, hace que por instante se piense que los dos personajes van hacia allá arriba, a la luna…
Capítulo VI:
Donde el narrador divaga, lluvia y luna de por medio, sobre los dolores, las penas y los etcéteras que agobian el alma de los humanos que por ahí andan, él incluido.
La luna se asomó apenas para renovar, si acaso, un promesa disfrazada de flor. Pero, celosa como es, la lluvia la trajo detrás de nubes y humedades. Era esa una madrugada como para que la soledad doliera. El narrador está solo, así que se siente con derecho a dejar de narrar lo que ocurre o le dictan, y se decide a sacar, con un agudo sacacorchos de letras, una pena que le nubla mirada y paso. Habla el narrador. No, más bien susurra:
¡Qué ganas de tener al aire como patria y el mañana como bandera! ¡Cuánta gente y cuántos colores! ¡Cuántas palabras para nombrar la esperanza!
¿Será éste el momento para nombrar a la muerte? Porque hubo quién se murió de muerte luchadora para que yo pudiera pensar en la tanta gente, en los tantos colores, en las tantas esperanzas.
¿Es éste el lugar para nombrar a nuestros muertos? ¿No?
¿Quién les dirá, entonces, que hubo sangre viva que se murió soñando que un día acá pudieran llegarse algunos de los mejores hombres y mujeres que este siglo ha parido? ¿Quién les pedirá un recuerdito a todas estas gentes, un «no me olvides» para los zapatistas caídos en combate por la humanidad y contra el neoliberalismo? ¿Dónde están las sillas para que se sienten ellos, nuestros muertos, con nosotros? La ponencia de su sangre en las calles y en las montañas, ¿en qué mesa de trabajo se inscribe? ¿Quién es el moderador en los silencios de esas muertes? ¿Cómo se cotiza la sangre de estos muertos que nos dieron voz, rostro, nombre y mañana?
¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar de nuestros muertos en esta fiesta? Después de todo, ellos la hicieron posible. Se puede decir que estamos porque no están ellos. ¿Se puede?
Yo tengo un hermano muerto. ¿Hay alguien que no tenga un hermano muerto? Yo tengo un hermano muerto. Lo mató un bala en la cabeza. Fue en la madrugada del 1° de enero de 1994. Muy madrugadora salió esa bala. Muy madrugadora la muerte que besó la frente de mi hermano. Mucho reía mi hermano y ya no ríe. No pude guardar a mi hermano en el bolsillo, pero guardé la bala que lo mató. Otra madrugada le pregunté a la bala de dónde venía. Ella respondió: del fusil del soldado del gobierno del poderoso que sirve a otro poderoso que sirve a otro poderoso que sirve a otro en todo el mundo. No tiene una patria la bala que mató a mi hermano.
Tampoco tiene una patria la lucha que hay que hacer para guardar hermanos y no balas en los bolsillos. Por eso los zapatistas tienen muchas y grandes bolsas en su uniforme. No para guardar balas. Para guardar hermanos. Para eso deben ser todas las bolsas.
La montaña es también una bolsa para guardar hermanos. A veces parece mar la montaña. A veces la noche parece mañana. El mar. La mar. El mañana. La mañana. Mar y mañana no tienen sexo. Tal vez por eso les tememos, o tal vez por eso les deseamos.
¡Qué doloroso es el irse! ¡Cuánta pena el quedarse!
Ya me voy. Sólo quería decirles una cosa:
El corazón es una bolsa donde caben mar y mañana. Y el problema no está en cómo hacer para meter mar y mañana en el pecho, sino en entender que el corazón es eso, una bolsa para guardar mar y mañana…
Se va el narrador. Junto con la noche se va. Junto con la lluvia se va. Junto con julio se va. El narrador se va y se lleva consigo la noche, la lluvia y el julio. El otro Julio se queda para ordenar la misión a cumplir en «La vuelta al día en ochenta mundos«. Un viaje dispone Julio, el Viaje a un país de cronopios:
«Desde luego, el cronopio viajero visitará el país y un día, cuando regrese al suyo, escribirá las memorias de su viaje en papelitos de diferentes colores y las distribuirá en la esquina de su casa para que todos puedan leerlas. A los famas les dará papelitos azules, porque sabe que cuando los famas las lean se pondrán verdes, y nadie ignora que a un cronopio le gusta muchísimo la combinación de estos dos colores. En cuanto a las esperanzas, que se ruborizan mucho al recibir un obsequio, el cronopio les dará papelitos blancos y así las esperanzas podrán apantallarse las mejillas y el cronopio, desde la esquina de su casa verá diversos y agradables colores que se van dispersando en todas direcciones llevándose las memorias de su viaje.»
Epílogo.
Donde se explica por qué no salen las cuentas y se demuestra que la suma y la resta sólo sirven si es para sumar esperanzas y para restar cinismos.
Sí, ya sé que el título de esto es «Ponencia a 7 voces 7» y sólo van 6 voces y no puede ser que ya se terminé porque clarito dice el título, y hasta lo reitera 7 veces, que son 7 voces 7. Pero mi amo y señor, el andante caballero que es mago para enamorar y brujo para combatir, Don Durito de La Lacandona, me dice que ya nos vamos, que debemos irnos, que la séptima voz es la que vale y cuenta, y que ésa, la séptima palabra, les toca a los todos que son ustedes.
Así que adiós y ojalá que alguien nos escriba contándonos cómo terminó todo esto.
Vale. Salud y sabed que si los ladrones nos piden la bolsa o la vida, tendrán que llevarse la vida.
Desde las montañas del Sureste Mexicano.
El SupMarcos.
Planeta Tierra, Julio de 1996.
P.D.- Ya partió Durito en su brioso Pegaso. «Pegaso» es una tortuga que sufre vértigo con velocidades superiores a los 50 centímetros por hora, eso significa que le tomará algún rato el llegar al punto de salida. Así que me da tiempo para decirles que son bienvenidos a las montañas del sureste mexicano, lugar donde las bolsas que valen deveras son las nuestras, las de ustedes, las de los todos que somos…
Vale de nuevo. Salud y mucha esperanza y vergüenza para remendar bolsas, bolsillos y bolsones.
El Sup desconcertado porque olvidó cuál es la entrada y cuál la salida.
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