8 de Julio de 1996
A: La reunión «Uruguay por Chiapas».
Montevideo, Uruguay.
En la alargada y dolorosa América Latina.
De: Subcomandante Insurgente Marcos.
Montañas del Sureste Mexicano.
En la alargada y dolorosa América Latina.
Atención: Eduardo Galeano.
Hermanos y hermanas del Uruguay y, sobre todo, del «Uruguay por Chiapas»:
Hermano Galeano:
Espero que todos los que se encuentran ahí reunidos me permitan dirigirme a ellos a través tuyo. Como es evidente, he pasado al tuteo sin tramite alguno. No porque haya entrado en confianza (la sola perspectiva de que, me dicen, en el Uruguay «entrar en confianza» implica poner en medio palabra y mate, me aterra), sino porque alguien me ha dicho que en el Uruguay la gente buena es informal y no se anda con ceremonias y caravanas. No sé si la gente buena sea, necesariamente, informal. Pero sí sé que son buenos todos los que hoy se reúnen en la patria de mi general Artigas para tender el puente necesario y posible para venirse hasta la rebelde dignidad de los indígenas mexicanos. Así las cosas, disculpa el tuteo y manda de retache un manual de buenas costumbres uruguayas para irme adaptando a mi futura nacionalidad. Ojo: puedes prescindir de mandar el mate.
Bien. Según leo en algún cable noticioso, hay ahí por ahí músicos, poetas, actores, conductores de tv, sacerdotes defensores de los derechos humanos y futbolistas. La agencia de noticias no habla de que vayan a tomar mate. Esto me alivia un poco y por eso me atrevo a escribirte y, a través tuyo, escribirles a todos los que ahí están. Que yo sepa, no es posible (todavía) obligar a nadie a tomar mate por correo. Por lo demás, el cable de noticias no da ninguna pista. De hecho, para mí todos los uruguayos son músicos, poetas, actores, conductores, defensores de los derechos humanos y futbolistas simultáneamente. Entonces tal vez estás ahí tú solo. Tal vez es cierto eso de que para hacer una reunión, un mitin o un acto de masas, sólo se necesita un persona y un mate bien caliente. Pero no creo que estés solo. Estoy seguro de que no son pocos los uruguayos que han abierto cabeza y corazón a la palabra de los indígenas zapatistas. En todo caso, es claro que hay suficientes para que nosotros, desde acá, sintamos el caminar de ustedes hasta nosotros.
Quisiera decirle todo lo que todos acá sentimos cuando nos enteramos que tendrían esta reunión que pone del mismo lado a dos cielos y dos suelos igualmente dignos y dolientes. No puedo decirles todo. Ya Benedetti nos explicó antes que «uno no siempre hace lo que quiere, uno no siempre puede. Pero tiene derecho a no hacer lo que no quiere». Y lo que no quiero es limitarme a un «saludo fraternal y revolucionario» y los etcéteras que tanto alargan distancias y desinterés. Así que tengo derecho a no hacerlo. En cambio si puedo hablarles un poco de…
El Olivio es un niño tojolabal. Tiene menos de 5 años y todavía está dentro del límite mortal que aniquila a miles de infantes indígenas en estas tierras. Las probabilidades de que el Olivio muera por enfermedades curables antes de los 5 años es la más alta de este país que se llama México. Pero el Olivio esta vivo todavía. El Olivio se presume de ser amigo del «Zup» y de jugar fútbol con el Mayor Moisés. Bueno, eso de jugar fútbol es arrogante. En realidad, el Mayor se limita a patear el balón lo suficientemente lejos como para librarse de un Olivio que considera, como cualquier niño lo haría, que el trabajo más importante de los oficiales zapatistas es jugar con los niños. Yo observo de lejos. El Olivio patea el balón con una decisión que da escalofríos, sobre todo si te imaginas que esa patada podría tener tu tobillo como destino. Pero no, el destino de la patada del Olivio es un pequeño balón de plástico. Bueno, esto también es un decir. En realidad la mitad de la patada y de la fuerza se queda en el lodo de la realidad chiapaneca y sólo una parte proyecta el balón por un rumbo errático y cercano. El Mayor da un patadón y la pelota pasa a mi lado y se va muy lejos. El Olivio corre decididamente detrás del esférico (léase esto, y lo que sigue, con voz de comentarista de fútbol por televisión o radio). Esquiva ágilmente un tronco tirado y una raíz ya no tan oculta, gambetea y dribla dos chuchitos («perritos» para los chiapanecos) que de por sí ya huían aterrados ante el avance implacable, decidido y relampagueante del Olivio. La defensa ha quedado atrás (bueno, en realidad la «Yeniperr» y el Jorge están sentados y jugando con el lodo, pero lo que quiero decir es que no hay enemigo al frente) y el arco contrario está inerme ante un Olivio que aprieta los pocos dientes que tiene y enfila al balón como locomotora desvielada. El respetable, en el graderío, cuelga en la tarde un silencio expectante (Bueno, la verdad es que sólo yo estoy atento al desenlace, el Mayor ya se fue, y es difícil hablar de silencio con tanto grillo entonando la tardecita que se hace mate en el Uruguay y pozol azucarado en las montañas del Sureste Mexicano). El Olivio llega, ¡por fin!, frente al balón y, cuando toda la galaxia espera un patadón que rompa las redes (bueno, la verdad es que, detrás del supuesto marco enemigo, sólo hay un acahual con ramas, espinas y bejucos, pero sirven como redes), y ya empieza a subir, de los riñones a la garganta, el grito de «¡gooool!», cuando todo está listo para que el mundo demuestre que se merece a sí mismo, justo entonces es cuando el Olivio decide que ya estuvo bueno de correr detrás de la pelota y que ése pajarraco negro que revolotea no lo puede hacer impunemente y, súbito, el Olivio cambia de dirección y de profesión y va por su tiradora para matar, dice, al pájaro negro y llevar algo a la cocina y a la panza. Fue algo, ¿cómo decirte?… algo anticlimático («muy zapatista», diría mi hermano), muy tan incompleto, muy tan inacabado, como si un beso se hubiera quedado colgado en los labios y nadie nos hiciera el favor de recogerlo.
Yo soy un aficionado discreto, serio y analítico, de ésos que revisan los porcentajes y los historiales de equipos y jugadores y pueden explicar perfectamente la lógica de un empate, un triunfo o una derrota, sin importar cuál se dé. En fin, un aficionado de ésos que después se explican a sí mismos que no hay que ponerse triste por la derrota del preferido, que era de esperar, que en la que sigue habrá un repunte, que otros etcéteras que engañen al corazón con la inútil tarea de la cabeza. Pero en ese momento perdí los estribos y, como hincha que ve traicionados los valores supremos del género humano (es decir, los que con el fútbol tienen que ver), salté de las gradas (en realidad estaba sentado en una banquita de troncos) y me enfilé, furioso, a reclamarle al Olivio su falta de pundonor, de profesionalismo, de espíritu deportivo, de ignorante de la ley sagrada que manda que el futbolista se debe a la afición por entero. El Olivio me ve venir y se sonríe. Yo me detengo, me paro en seco, me quedo helado, petrificado, inmóvil. Pero no te creas, Eduardo, que es por ternura que me detengo. No es la tierna sonrisa del Olivio lo que paraliza. Es la tiradora que tiene en las manos…
Pues sí, Eduardo. Ya sé que es muy evidente que trato de hacerles un símil de la tierna furia que nos hace hoy soldados para que, mañana, los uniformes militares sólo sirvan para los bailes de disfraces y para que, si uno debe ponerse uniforme, sea el que se usa para jugar, por ejemplo, fútbol.
Salud a esa inquietud creadora que los reúne y los hace voltear hacia nosotros. Salud a los todos que ahí se juntan y nos hablan y escuchan. Espero, esperamos, que todo les salga bien y que, pronto, los podamos saludar acá, en el Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo.
Vale. Salud y un balón que, como los sueños, llegue bien alto.
Desde las montañas del Sureste Mexicano.
Subcomandante Insurgente Marcos.
México, Julio de 1996.
P.D.- Suerte con la digestión del mate. Avisen si llegó este escrito y sus anexos. ¡Ah! Y no olviden decirme en que lugar de la tabla de posiciones va «El Peñarol», equipo cuya fama llegó al México de mi infancia como debieran llegar todas las noticias, es decir, con un balón de fútbol.
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