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11 de marzo de 1996
En el año 12 del EZLN, lejos, a miles de kilómetros de Pekín, 12 mujeres llegan al 8 de marzo de 1996 con sus rostros borrados…
El rostro amordazado en negro logra dejar libres los ojos y algunos cabellos que guardan la nuca. En la mirada el brillo de quien busca. Una carabina M-1 terciada al frente, en posición que llaman «de asalto», y una pistola escuadra a la cintura. Sobre el pecho izquierdo, lugar de esperanzas y convicciones, lleva las insignias de Mayor de Infantería de un ejército insurgente que se autodenomina, hasta esa madrugada helada del primero de enero de 1994, Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Bajo su mando está la columna rebelde que asalta la antigua capital del suroriental estado mexicano de Chiapas, San Cristóbal de Las Casas. El parque central de San Cristóbal está desierto. Sólo los hombres y mujeres indígenas que comanda son testigos del momento en que la Mayor, mujer, indígena tzotzil y rebelde, recoge la bandera nacional y la entrega a los jefes de la rebelión, los llamados «Comité Clandestino Revolucionario Indígena». Por radio, la Mayor comunica: «Recuperamos la bandera. 10-23 en espera». Las 02:00, hora suroriental, del primero de enero de 1994. Las 01:00 horas del año nuevo para el resto del mundo. Diez años esperó ella para decir esas siete palabras. Llegó a las montañas de la Selva Lacandona en diciembre de 1984, con menos de veinte años de edad y toda la historia de humillaciones a los indígenas en el cuerpo. En diciembre de 1984, esta mujer morena dice «¡Ya basta!», pero lo dice tan quedo que sólo ella se escucha. En enero de 1994 esta mujer y varias decenas de miles de indígenas ya no dicen sino gritan «¡Ya basta!», lo dicen tan fuerte que todo el mundo los oye…
En las afueras de San Cristóbal otra columna rebelde comandada por un varón, el único de piel clara y nariz grande de los indígenas que asaltan la ciudad, ha terminado de tomar por asalto el cuartel de la policía. Liberan de las cárceles clandestinas a indígenas que pasaban el año nuevo encerrados por el delito más grave en el Sureste chiapaneco: ser pobre. Eugenio Asparuk es el nombre del Capitán Insurgente, indígena tzeltal y rebelde que, junto a la enorme nariz, dirige la revisión del cuartel. Cuando el mensaje de la Mayor llega, el Capitán Insurgente Pedro, indígena chol y rebelde, ha terminado de tomar el cuartel de la Policía Federal de Caminos y asegurado la carretera que comunica San Cristóbal con Tuxtla Gutiérrez; el Capitán Insurgente Ubilio, indígena tzeltal y rebelde, ha controlado los accesos del norte de la ciudad y tomado el símbolo de las limosnas gubernamentales a los indígenas, el Instituto Nacional Indigenista; el Capitán Insurgente Guillermo, indígena chol y rebelde, ha tomado la altura más importante de la ciudad, desde ahí domina con su vista el sorprendido silencio que asoma por las ventanas de casas y edificios; los capitanes insurgentes Gilberto y Noé, indígenas tzotzil y tzeltal respectivamente, rebeldes por igual, terminan de asaltar el cuartel de la policía judicial estatal, le prenden fuego y marchan a asegurar el extremo de la ciudad que comunica con el cuartel de la 31 zona militar en Rancho Nuevo.
A las 02:00, hora suroriental del primero de enero de 1994, cinco oficiales insurgentes, varones, indígenas y rebeldes, escuchan por el radio la voz de su mando, mujer, indígena y rebelde, diciendo «Recuperamos la bandera, 10-23 en espera». Lo repiten a sus tropas, hombres y mujeres, indígenas y rebeldes en su totalidad, traduciendo. «Ya empezamos…»
En el palacio municipal, la Mayor organiza la defensa de la posición y la protección de los hombres y mujeres que en esos momentos gobiernan la ciudad, todos son indígenas y rebeldes. Una mujer en armas los protege.
Entre los jefes indígenas de la rebelión hay una mujer pequeña, de por sí pequeña entre las pequeñas. El rostro amordazado en negro logra dejar libres los ojos y algunos cabellos que guardan la nuca. En la mirada el brillo de quien busca. Una escopeta recortada calibre 12 terciada a la espalda. Con el traje único de las sandreseras, Ramona baja de las montañas, junto a cientos de mujeres, rumbo a la ciudad de San Cristóbal la noche última del año de 1993. junto con Susana y otros varones indígenas forma parte de la jefatura india de la guerra que amanece 1994, el Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General del EZLN. La comandante Ramona asombrará con su estatura y su brillo a los medios internacionales de comunicación cuando aparecerá en los Diálogos de Catedral llevando en su morral la bandera nacional que la Mayor recuperó el primero de enero. Ramona no lo sabe en esa época, y nosotros tampoco, pero lleva ya en el cuerpo una enfermedad que le come la vida a mordiscos y le apaga la voz y la mirada. Ramona y la Mayor, únicas mujeres en la delegación zapatista que se muestra por primera vez al mundo en los Diálogos de Catedral, declaran: «Nosotras ya estábamos muertas, no contábamos para nada», y lo dicen como sacando cuentas de humillaciones y olvidos. La Mayor le traduce a Ramona las preguntas de los periodistas. Ramona asiente y entiende, como si las respuestas que le piden hubieran estado siempre ahí, en esa figura pequeña que se ríe del español y del modo de ser de las citadinas. Ramona ríe cuando no sabe que se está muriendo. Cuando lo sabe, sigue riendo. Antes no existía para nadie, ahora existe, es mujer, es indígena y es rebelde. Ahora vive Ramona, una mujer de esa raza que tiene que morirse para vivir…
La Mayor mira la claridad que comienza a ganar las calles de San Cristóbal. Sus soldados organizan la defensa de la antigua jovel y la protección de los hombres y mujeres que en esos momentos duermen, indígenas y mestizos, sorprendidos todos. La Mayor, mujer, indígena y rebelde, les ha tomado la ciudad. Cientos de indígenas en armas rodean la antigua Ciudad Real. Una mujer en armas los manda…
Minutos después caerá en manos de los rebeldes la cabecera de Las Margaritas, horas después se rinden las fuerzas gubernamentales que defienden Ocosingo, Altamirano y Chanal. Huixtán y Oxchuc son tomados al paso de una columna que avanza sobre la cárcel principal de San Cristóbal. Siete cabeceras municipales están en poder de los insurgentes después de las siete palabras de la Mayor.
La guerra por la palabra ha comenzado…
En esos otros lugares, otras mujeres, indígenas y rebeldes, rehacen el pedazo de historia que les ha tocado cargar en silencio hasta ese primero de enero. También sin nombre ni rostro están:
Irma. Capitana Insurgente de Infantería, la indígena chol Irma conduce una de las columnas guerrilleras que toman la plaza de Ocosingo el primero de enero de 1994. Desde uno de los costados del parque central ha acosado, junto a los combatientes bajo su mando, a la guarnición que resguarda el palacio municipal hasta que se rindan. Entonces Irma se suelta la trenza y el cabello le llega a la cintura. Como si dijera «aquí estoy libre y nueva», el pelo de la capitana Irma brilla, y sigue brillando cuando ya la noche cubre un Ocosingo en manos rebeldes…
Laura. Capitana Insurgente de Infantería. Mujer tzotzil, brava para pelear y para estudiar, Laura llega a Capitana de una unidad de puros varones. Pero no es todo, además de varones, los de su tropa son reclutas. Con paciencia, como la montaña que la ve crecer, Laura va enseñando y ordenando. Cuando los varones bajo su mando dudan, ella pone el ejemplo. Nada carga tanto ni camina tanto como ella en su unidad. Después del ataque a Ocosingo, repliega su unidad, completa y en orden. Poco o nada alardea esta mujer de piel clara, pero lleva en las manos la carabina que le arrebató a un policía de esos que sólo veían a las indígenas para humillarlas o violarlas. Después de rendirse, en calzones se va corriendo el policía que, hasta ese día, pensaba que las mujeres sólo servían para la cocina y para parir chamacos…
Elisa. Capitana Insurgente de Infantería. Lleva, como trofeo de guerra, algunas esquirlas de mortero sembradas para siempre en el cuerpo. Toma el mando de su columna en la ruptura del cerco de fuego que llena de sangre el mercado de Ocosingo. El Capitán Benito ha sido herido de un ojo y, antes de perder el conocimiento, informa y ordena: «Ya me chingaron, toma el mando Capitán Elisa». La Capitana Elisa ya está herida cuando logra sacar a un puñado de combatientes del mercado. Cuando da órdenes de Capitana Elisa, indígena tzeltal, parece que pide perdón… pero todos la obedecen…
Silvia. Capitana Insurgente de Infantería, diez días dentro de la ratonera en que se convirtió Ocosingo a partir del 2 de enero. Disfrazada de civil se escabulle por entre las calles de una ciudad llena de federales, tanques y cañones. Un retén militar la detiene. La dejan pasar casi inmediatamente. «Imposible que una muchacha tan joven y tan frágil sea rebelde», dicen los soldados mientras la ven alejarse. Cuando se reintegra a su unidad en la montaña, la indígena chol Silvia, rebelde zapatista, se ve triste. Con prudencia le pregunto la causa de la pena que le apaga la risa. «Allá en Ocosingo», responde bajando la mirada, «allá en Ocosingo se me quedaron en la mochila todos los cassettes de música, ahora ya no tenemos.» Guarda el silencio Y la pena entre las manos. Yo no digo nada, sólo me sumo a la pena y veo que en la guerra cada quien pierde lo que más quiere…
Maribel. Capitana Insurgente de Infantería. Toma la estación de radio de Las Margaritas cuando su unidad asalta la cabecera municipal el primero de enero de 1994, nueve años de vida en las montañas pasó para poder sentarse frente a ese micrófono y decir: «Somos producto de 500 años de luchas: primero contra la esclavitud…» La transmisión no se realiza por problemas técnicos y Maribel se repliega para cubrirle las espaldas a la unidad que avanza sobre Comitán. Días después, deberá escoltar al prisionero de guerra, general Absalón Castellanos Domínguez. Maribel es tzeltal y tenía menos de quince años cumplidos cuando llegó a las montañas del Sureste mexicano. «El momento más difícil de esos nueve años fue cuando tuve que subir la primera loma, la loma del infierno, después todo se fue más facilito», dice la oficial insurgente. En la entrega del general Castellanos Domínguez, la Capitana Maribel es la primera rebelde que hace contacto con el gobierno. El comisionado Manuel Camacho Solís le da la mano y le pregunta la edad: «502», dice Maribel que cuenta los años de nacida desde que la rebeldía comenzó…
Isidora. Insurgente de Infantería. Como soldado raso Isidora entra en Ocosingo el primero de enero. Como soldado raso sale Isidora de un Ocosingo en llamas, lleva horas sacando a su unidad, compuesta de puros hombres, con cuarenta heridos. Lleva también esquirlas de granada en los brazos y en las piernas. Llega Isidora al puesto de sanidad y entrega los heridos, pide un poco de agua y se levanta. «¿Adónde vas?», le preguntan cuando tratan de atenderla de las heridas que la sangran despintándole el rostro y enrojeciendo el uniforme. «A traer a los demás», dice Isidora mientras corta cartucho. Tratan de detenerla y no pueden, la soldado raso Isidora ha dicho que tiene que regresar a Ocosingo a sacar a más compañeros de la música de muerte que cantan los morteros y las granadas. La tienen que tomar presa para detenerla. «Lo bueno es que si me castigan no me pueden bajar de grado», dice Isidora mientras espera en el cuarto que le sirve de cárcel. Meses después, cuando le dan la estrella que la promueve a oficial de infantería, Isidora, tzeltal y zapatista, mira alternativamente a la estrella y al mando y pregunta, como niña regañada, «¿por qué?» No espera respuesta.
Amalia. Subteniente de Sanidad. La risa más rápida del Sureste mexicano, Amalia, levanta al Capitán Benito del charco de sangre en que se encuentra inconsciente, lo arrastra hasta un lugar seguro. En vilo lo lleva y lo saca del cinturón de muerte que ciñe el mercado. Cuando alguien habla de rendirse, Amalia, haciendo honor a la sangre chol que lleva en las venas, se enoja y empieza a discutir. Todos la escuchan, aun por encima del ruido de las explosiones y los balazos. Nadie se rinde.
Elena. Teniente de Sanidad. Llegó analfabeta al EZLN. Ahí aprendió a leer, a escribir y eso que llaman enfermería. De curar diarreas y vacunar, Elena pasa a curar heridas de guerra en su hospitalito que es también casa, bodega y farmacia. Con dificultad va extrayendo los pedazos de mortero que llevan en el cuerpo los zapatistas que van llegando a su puesto de sanidad. «Hay unos que se pueden sacar y otros no», dice Elenita, chol e insurgente, como si hablara de recuerdos y no de pedazos de plomo…
En San Cristóbal, ya en la mañana del 11 de enero de 1994, se comunica con la gran nariz de piel clara: «Llegó una persona que está haciendo preguntas pero no entiendo el idioma, parece que habla inglés. No sé si es periodista pero trae cámara». «Voy para allá», dice la nariz y se acomoda el pasamontañas.
En un vehículo sube las armas que recuperaron del cuartel de policía y se dirige al centro de la ciudad. Bajan las armas y las reparten entre los indígenas que guardan el palacio municipal. El extranjero es un turista que pregunta si puede salir de la ciudad. «No», responde el pasamontañas de nariz desproporcionada, «es mejor que vuelva a su hotel. No sabemos qué va a pasar.» El turista extranjero se retira después de pedir permiso y tomar video. En el entretanto la mañana avanza, llegan curiosos, periodistas y preguntas. La nariz responde y explica a locales, turistas y periodistas. La Mayor está detrás de él. El pasamontañas habla y bromea. Una mujer en armas le guarda las espaldas.
Un periodista, tras una cámara de televisión, pregunta: «¿Y usted quién es?» «¿Quién soy?», duda el pasamontañas mientras lucha contra el desvelo. «Sí», insiste el periodista, «¿se llama `comandante tigre’ o `comandante león’?» «¡Ah! No», responde el pasamontañas frotándose los ojos con fastidio. «Entonces, ¿cómo se llama?», dice el periodista mientras acerca el micrófono y la cámara. El pasamontañas narizón responde: «Marcos. Subcomandante Marcos…» Arriba los aviones Pilatus maniobran…
A partir de ahí, la impecable acción militar de la toma de San Cristóbal se desdibuja, y con ella se borra el hecho de que fue una mujer, indígena y rebelde, quien comandó el operativo. La participación de mujeres combatientes en las otras acciones del primero de enero y del largo camino de diez años de nacimiento del EZLN queda relegada. El rostro borrado por el pasamontañas se borra todavía más cuando los reflectores se centran en Marcos. La Mayor no dice nada, sigue cuidándole las espaldas a esa nariz pronunciada que ahora tiene nombre para el resto del mundo. A ella nadie le pregunta el nombre…
En la madrugada del 2 de enero de 1994, esta mujer dirige el repliegue de San Cristóbal rumbo a las montañas. Vuelve a San Cristóbal cincuenta días después, como parte de la escolta que guarda la seguridad de los delegados del CCRI-CG del EZLN al Diálogo de Catedral. Unas periodistas mujeres la entrevistan y le preguntan su nombre. «Ana María. Mayor Insurgente Ana María», responde ella mirando con su mirar moreno. Sale de Catedral y desaparece el resto del año de 1994. Como sus demás compañeras, debe esperar y callar…
En diciembre de 1994, diez años después de haberse hecho soldado, Ana María recibe la orden de preparar la ruptura del cerco que tienden las fuerzas gubernamentales en torno a la Selva Lacandona. En la madrugada del 19 de diciembre, el EZLN toma posición en treinta y ocho municipios. Ana María comanda la acción en los municipios de los Altos de Chiapas. Doce mujeres oficiales están junto a ella en la acción: Mónica, Isabela, Yuri, Patricia, Juana, Ofelia, Celina, María, Gabriela, Alicia, Zenaida y María Luisa. Ana María misma toma la cabecera municipal de Bochil.
Después del repliegue zapatista, el alto mando del ejército federal ordena que nada se diga de la ruptura del cerco y que se maneje en los medios de comunicación como una mera acción propagandística del EZLN. El orgullo de los federales está doblemente herido: los zapatistas se salieron del cerco y, además, una mujer comandaba una unidad que les toma varias cabeceras municipales. Imposible aceptarlo, hay que echarle mucho dinero encima para que la acción no se conozca.
Una vez por la acción involuntaria de sus compañeros de armas, otra vez por la acción deliberada del gobierno, Ana María, y con ella las mujeres zapatistas, son minimizadas y empequeñecidas…
Ya estoy terminando de escribir esto cuando se llega hasta mí la…
Doña Juanita. Muerto el viejo Antonio, la doña Juanita se deja caer de la vida con la misma lentitud con la que prepara el café. Fuerte todavía en el cuerpo, doña Juanita ha anunciado que se muere. «No diga tonterías, abuela», le digo rehuyendo la mirada. «Mira tú», responde ella, «si para vivir morimos, nadie me va a impedir que yo viva. Y mucho menos un muchachito como tú», dice y regaña la abuela doña Juanita, la mujer del viejo Antonio, una mujer rebelde de toda su vida y, a como se ve, también de toda su muerte…
Mientras tanto, del otro lado del cerco, aparece…
Ella. No tiene grado militar, ni uniforme ni arma. Es zapatista pero sólo ella lo sabe. No tiene rostro ni nombre, igual que las zapatistas. Lucha por democracia, libertad y justicia, igual que las zapatistas. Forma parte de eso que el EZLN llama «sociedad civil», gente sin partido, gente que no pertenece a la «sociedad política» compuesta por gobernantes y dirigentes de partidos políticos. Forma parte de ese todo difuso, pero real, que es la parte de la sociedad que dice, día a día, su «¡Ya basta!» Ella también ha dicho «¡Ya basta!» Al principio se sorprendió a sí misma con esas palabras, pero luego, a fuerza de repetirlas y, sobre todo, de vivirlas, dejó de tenerles miedo, de tenerse miedo. Ella ahora es zapatista, ha reunido su destino al de los zapatistas en ese nuevo delirio que tanto aterra a partidos políticos e intelectuales del poder, el Frente Zapatista de Liberación Nacional. Ya peleó contra todos, contra su esposo, su amante, su novio, sus hijos, su amigo, su hermano, su padre, su abuelo. «Estás loca», fue el dictamen unánime. No es poco lo que deja atrás. Su renuncia, si de tamaños se tratara, es más grande que la de las alzadas que no tienen nada que perder. Su todo, su mundo, le exige olvidarse de «esos locos zapatistas» y la conformidad la llama a sentarse en la cómoda indiferencia del que sólo por sí ve y se preocupa. Todo lo deja. Ella no dice nada. Temprano, de madrugada, saca filo a la tierna punta de la esperanza y va emulando el primero de enero de sus hermanos zapatistas muchas veces en un mismo día que, al menos 364 veces al año, nada tiene que ver con el uno de enero.
Ella sonríe, admiraba a las zapatistas pero ya no. Dejó de admirarlas en el momento en que se dio cuenta de que sólo eran un espejo de su rebeldía, de su esperanza.
Ella descubre que nació el primero de enero de 1994. Desde entonces siente que está viva y que lo que siempre le dijeron que era sueño y utopía puede ser verdad.
Ella empieza a tener en silencio y sin pago alguno, junto a otras y otros, ese complicado sueño que algunos llaman esperanza: el para todos todo, nada para nosotros.
Ella llega al 8 de marzo con el rostro borrado, con el nombre oculto. Con ella llegan miles de mujeres. Más y más llegan. Decenas, cientos, miles, millones de mujeres en todo el mundo recordando que falta mucho por hacer, recordando que falta mucho por luchar. Porque resulta que eso de la dignidad es contagioso y son las mujeres las más propensas a enfermarse de este incómodo mal…
Este 8 de marzo es un buen pretexto para recordar y darle su tamaño a las insurgentes zapatistas, a las zapatistas, a las armadas y a las no armadas.
A las rebeldes e incómodas mujeres mexicanas que se han empecinado en subrayar que la historia, sin ellas, no es más que una historia mal hecha…
Si lo hay, será con ellas y, sobre todo, por ellas…
Desde las montañas del Sureste mexicano
Subcomandante Insurgente Marcos
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