Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
México, 12 de Mayo de 1995.
A: John Berger.
Alta Saboya, Francia.
De: subcomandante insurgente Marcos.
CCRI-CG del EZLN.
Chiapas, México.
I.
«Un lector puede preguntarse: ¿Cuál es la relación del escritor con el lugar y la gente sobre los que escribe»?
(Berger, John, Puerca tierra. Editorial Alfaguara Literaturas. Traducción Pilar Vázquez, p. 18).
De acuerdo, pero también puede preguntarse: ¿Cuál es la relación entre una carta escrita en la selva chiapaneca de México y la respuesta que obtiene desde la campiña francesa? O, mejor aún, ¿cuál es la relación del lento batir de alas de la garza con el rondar del águila sobre una serpiente?
Por ejemplo, en Guadalupe Tepeyac (hoy un pueblo vacío de civiles y lleno de soldados), las garzas tomaron por asalto un nocturno cielo de diciembre. Eran cientos. «Miles», dice el teniente Ricardo, insurgente tzeltal y algo propenso a las exageraciones. «Millones», dice la Gladys que, no obstante sus 12 años (o precisamente por ellos), no quiere quedarse atrás. «Vienen cada año», dice el abuelo mientras las ráfagas blancas giran sobre el poblado y se pierden rumbo ¿al oriente?
¿Iban o venían? ¿Eran sus garzas, señor Berger? ¿Un recuerdo alado? ¿Un saludo premonitorio? ¿Un aleteo de lo que se resiste a morir? Porque resulta que, meses después, yo leo su carta (en un maltratado recorte de periódico, con la fecha oculta detrás de una mancha de lodo), que en ella (en su carta) las albas manchas vuelven a girar sobre el cielo y que la gente de Guadalupe Tepeyac vive ahora en la montaña y ya no en el pequeño valle cuyas luces, imagino, tenían algún significado en la carta de navegación de las garzas.
Sí, ya sé que las garzas de las que usted me escribe vuelan en invierno hacia el Africa del Norte, y que es improbable que algo tengan qué ver con las que aparecieron, en diciembre de 1994, en la selva Lacandona. Además, el abuelo dice que cada año se repite el giro desconcertado sobre Guadalupe Tepeyac. Tal vez el sureste mexicano es una escala obligada, una necesidad, un compromiso. Tal vez no eran garzas, sino fragmentos de una luna rota, hecha polvo en el diciembre selvático.
Meses después, los indígenas del sureste mexicano volverían a reiterar su rebeldía, su resistencia a desaparecer, a morir… ¿El motivo? El supremo gobierno decide llevar adelante el crimen organizado, esencia del neoliberalismo, que planeó el dios de la modernidad: el dinero. Decenas de miles de soldados, centenas de toneladas de material bélico, millones de mentiras. ¿Objetivo? La destrucción de bibliotecas y hospitales, de casas y sembradíos de maíz y frijol, el aniquilamiento de todo indicio de rebeldía. Los indígenas zapatistas resisten, se repliegan a las montañas e inician un éxodo que hoy, cuando le escribo estas líneas, no termina. El neoliberalismo se disfraza de defensa de una soberanía que ha sido vendida, en dólares, en el mercado internacional.
El neoliberalismo, esa doctrina que posibilita que la estupidez y el cinismo se hagan gobierno en diversas partes del globo terráqueo, no admite más inclusión que la de sujetarse desapareciendo. «Morid como grupo social, como cultura y, sobre todo, como resistencia. Entonces podréis ser parte de la modernidad», dicen los grandes capitales, desde las sillas de gobierno, a los campesinos indígenas. Estos indígenas irritan la lógica modernizadora del neomercantilismo. Irritan no sólo su rebeldía, su desafío, su resistencia. También irrita el anacronismo de su existencia dentro de un proyecto de globalización, un proyecto económico y político que, de pronto, descubre que le estorban todos los pobres, todos los opositores, es decir, la mayoría de la población. El carácter armado del «¡Aquí estamos!» de los indígenas zapatistas no les importa mucho ni los desvela (bastarían un poco de fuego y plomo para acabar con tan «imprudente» desafío). Lo que importa, y molesta, es que su existencia misma, en el momento que toma voz y es escuchada, se convierte en el recordatorio de una penosa omisión de la «modernidad neoliberal»: «Estos indios no deberían existir hoy, debimos acabar con ellos ANTES. Ahora aniquilarlos será más difícil, es decir, más caro». Esta es la pena que agobia al neoliberalismo hecho gobierno en México.
«Resolvamos las causas del alzamiento», dicen los negociadores del gobierno (izquierdistas de ayer, avergonzados de hoy) como si dijeran: «Ustedes no deben existir, todo se trata de un lamentable error de la historia moderna». «Resolvamos las causas» es un elegante equivalente de «eliminémoslos». Para este sistema que concentra la riqueza y el poder, y distribuye la muerte y la pobreza, los campesinos, los indígenas, no caben en planes y proyectos. Hay que deshacerse de ellos, así como hay que deshacerse de las garzas… y de las águilas.
II.
Lo misterioso no es lo que se oculta de forma deliberada, sino, como ya he señalado, el hecho de que la gama de lo posible siempre pueda sorprendernos. Y por ello, tampoco hay apenas representación; los campesinos no representan papeles como lo hacen los personajes urbanos. Esto no se debe a que sean «sencillos» o más sinceros o menos astutos; simplemente el espacio entre lo que se desconoce de una persona y lo que todo el mundo sabe de ella -y éste es el espacio de toda representación- es demasiado pequeño.
(Berger John Ibid).
Una madrugada de frío se arrastra entre la niebla y los tejados del poblado. Amanece. La madrugada se va, el frío se queda. La callecitas de lodo se empiezan a llenar de personas y animales. El frío y una banquita me acompañan en la lectura de Puerca tierra. Llegan el Heriberto y la Eva (5 y 6 años respectivamente) y agarran («arrebatan» debería decir, pero ignoro si en inglés se aprecie la diferencia) el libro. Miran el dibujo de la portada (la edición es madrileña, de 1989). Se trata de una reproducción de una pintura de John Constable, una imagen de la campiña inglesa (?). La portada de su libro, señor Berger, los convoca a una rápida relación entre la imagen y la realidad. Para el Heriberto, por ejemplo, no hay duda de que el caballo de la pintura es La Muñec (una yegua que nos acompañó en el largo año en que la rebeldía indígena se hizo gobierno en el sureste mexicano), que el que la monta no puede ser otro que el Manuel, compañero de juegos que dobla en edad, estatura y peso al Heriberto, hermano de la Chelita y, en consecuencia, futuro cuñado. Y que lo que Constable llama «río», en realidad es un arroyo, el arroyo que cruza «La Realidad» («La Realidad» es el nombre de La realidad de «La Realidad» es el horizonte límite del Heriberto. El lugar más lejano al que lo han llevado sus viajes y correrías es «La Realidad».
La pintura de Constable no lleva al Heriberto y a la Eva a la campiña inglesa. No los lleva fuera de la selva Lacandona. Los deja aquí o los trae de vuelta, los regresa a su campo, a su lugar, a su ser niños, a su ser campesinos, a su ser indígenas, a su ser mexicanos y rebeldes. Para el Heriberto y la Eva la pintura de Constable es un dibujo a colores de «La Muñeca» y el título de Scene on a Navigable River no es argumento valedero: el río es el arroyo de «La Realidad», el caballo es la yegua La Muñeca, el Manuel está montado y se le cayó el sombrero y ya, y pasemos a otro libro. Y lo hacemos, el turno es de Van Gogh y las pinturas del holandés les reconfirman a la Eva y al Heriberto escenas de su campo, de su ser indígenas y campesinos. Después de esto, el Heriberto le informa a su mamá que estuvo en la mañana con el Sup. «Leyendo libros de grande», dice el Heriberto, y cree que eso amerita que le dejen mano libre con una caja de galletas de chocolate. La Eva ve más lejos y me pregunta si no traigo un libro donde salga su muñequita de paliacate rojo.
III.
«El acto de escribir no es más que el acto de aproximarse a la experiencia sobre la que se escribe; del mismo modo, se espera que el acto de leer el texto escrito sea otro acto de aproximación parecido».
(Berger, John, Ibid.) O de alejarse, señor Berger. La escritura y, sobre todo, la lectura del texto escrito pueden ser un acto de alejamiento. «La escritura y la imagen», dice mi otro yo, que para agregar problemas se pinta solo. Y yo pienso que sí, que la «lectura» de la escritura y la imagen pueden aproximar a la experiencia o alejar de ella. Y, entonces, vuelve la imagen fotográfica de Alvaro, muerto en los combates de Ocosingo en enero de 1994. Vuelve Alvaro en foto, habla Alvaro en la foto con su muerte. Dice, escribe, muestra: «Soy Alvaro, soy indígena, soy soldado, me levanté en armas contra el olvido. Mirad. Oíd. Algo pasa en este atardecer del siglo XX que nos obliga a morir para tener voz, para ser vistos, para vivir». Y, por la foto de Alvaro muerto, un lector lejano en distancia puede aproximarse a la situación indígena en el México de la modernidad, el NAFTA, los foros internacionales, la bonanza económica, el primer mundo.
«¡Atentos! Algo está mal en los planes macroeconómicos, algo no funciona en las complicadas operaciones matemáticas que cantan los logros del neoliberalismo», dice Alvaro con su muerte. Dice más su foto, habla su muerte, toma voz su estar sobre el suelo chiapaneco, sin botas, recostada su cabeza sobre un charco de sangre: «¡Mirad! Esto es lo que ocultan las cifras y discursos. Sangre, carne, huesos, vidas y esperanzas trituradas, exprimidas, eliminadas para incorporarse en índices de ganancia y crecimiento económico». «¡Venid!», dice Alvaro, «¡Acercaos! ¡Escuchad!».
Pero la foto de Alvaro también puede «leerse» como una toma de distancia, como un vehículo que sirve para alejarse, para mantenerse del otro lado de la foto, del que la «lee» en un periódico en otra parte del mundo. «Esto no ocurre aquí», dice la vista del lector de la foto, «eso es Chiapas, México, un accidente histórico remediable, olvidable, y… lejano». Hay, además, otras lecturas que lo confirman: anuncios publicitarios, cifras económicas, estabilidad, paz. Para eso les sirve la guerra indígena de fin de siglo, para revalorar la «paz». Tal y como una mancha resalta el blanco que la sufre. «Yo estoy acá y esta foto ocurre en otro lado, lejos, pequeña», dice la «lectura» que se distancia.
E imagino, señor Berger, que el resultado final de la relación entre escritor y lector, a través del texto («o de la imagen», reincide mi otro yo), escapa a ambos. Algo se les impone, da significado al texto, provoca acercamientos o alejamientos. Y ese «algo» tiene que ver, sí, con el nuevo reparto del mundo, con la democratización de la muerte y la miseria, con la dictadura del poder y el dinero, con el localismo del dolor y la desesperanza, con la internacionalización de la soberbia y el mercado. Pero también tiene que ver con la decisión de Alvaro (y de miles de indígenas junto a él) de alzarse en armas, de pelear, de resistir, de arrebatar una voz que se les negó antes, de no escatimar el pago de sangre que esto implica. Y tienen que ver también el oído y la pupila que se abren al mensaje de Alvaro, que lo ven y lo escuchan, que lo entienden, que se acercan a él, a su muerte, a su sangre encharcada en las calles de una ciudad que lo ignoró siempre, siempre… hasta ese primero de enero. Y tienen que ver el águila y la garza, el campesino europeo que se resiste a ser absorbido y el indígena latinoamericano que se rebela a ser asesinado. Y tiene que ver el pánico del poderoso, el temblor que le crece en las entrañas cuando más grande y fuerte parece, cuando, sin saberlo, se prepara para caer…
Y tienen que ver, reitero y lo saludo así, las letras que de usted a nosotros vienen y las que, en estas líneas, le llevan a usted estas palabras: el águila recibió el mensaje, entendió el acercarse del pausado vuelo de la garza. Y, allá abajo, la serpiente se estremece y teme el mañana…
Vale, señor Berger. Salud y, fíjese bien, esa garza allá arriba hasta parece una pequeña y traviesa nube, una flor que se levanta…
Desde las montañas del Sureste Mexicano
Subcomandante insurgente Marcos
México, mayo de 1995.
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