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Palabra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional

Jul212003

Chiapas: la treceava estela. Segunda parte: una muerte.

CHIAPAS: LA TRECEAVA ESTELA.

Segunda parte: Una muerte.

Hace unos días, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional decidió la muerte de los llamados «Aguascalientes» de la Realidad, Oventik, La Garrucha, Morelia y Roberto Barrios. Situados todos ellos en territorio rebelde. La decisión de desaparecer los «Aguascalientes» fue tomada después de un largo proceso de reflexión…

El día 8 de agosto de 1994, en la sesión de la Convención Nacional Democrática celebrada en Guadalupe Tepeyac, el Comandante Tacho, a nombre del Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, inauguró, frente a unas 6,000 personas procedentes de diversas partes de México y del mundo, el llamado «Aguascalientes» y lo entregó a la sociedad civil nacional e internacional.

Muchos no conocieron ese primer «Aguascalientes», sea porque no pudieron ir, sea porque eran muy jóvenes en aquel año (si usted tiene ahora 24 años o sea que entró en 25, en ese entonces tenía 14 años o sea que estaba entrado en 15), pero era un navío formidable. Encallado en el costado de una loma, su blanco y gigantesco velamen aspiraba a recorrer los 7 mares. Sobre el puente ondeaba, feroz y desafiante, la bandera con el cráneo feroz y las tibias cruzadas. Dos gigantescas banderas nacionales se abrían a los lados, como alas. Tenía una su biblioteca, enfermería, sanitarios, regaderas, música ambiental (que alternaba obsesivamente, en «la del moño colorado» y «cartas marcadas») y, según cuentan, hasta un área para atentados. El trazado de las construcciones semejaba, según he relatado alguna vez, un gigantesco, caracol gracias a lo que llamábamos la «casa chueca». La «casa chueca» no estaba chueca, tenía un quiebre que a primera vista parecía un error arquitectónico, pero que desde las alturas permitía apreciar la espiral que formaban las construcciones. La tripulación del primer «Aguascalientes» estaba formada por individuos e «individuas» sin rostro, evidentes transgresores de las leyes marítimas y terrestres, y era su capitán el más apuesto pirata que haya surcado los océanos: parche en la cuenca del faltante ojo derecho, barba negra con destellos platinados, nariz pronunciada, garfio en una mano y sable en la otra, pata de carne y pata de palo, pistola al cinto y pipa en la boca.

El proceso para llegar hasta la construcción de ése que fue el primer «Aguascalientes» fue accidentado… y doloroso. Y no me refiero a la construcción física (que fue realizada en un tiempo récord y sin «spots» televisivos), sino a la construcción conceptual. Explico:

Nosotros, después de habernos preparado por 10 años para matar y morir, para manipular y disparar armas de todo tipo, fabricar explosivos, ejecutar maniobras militares estratégicas y tácticas, en fin, para hacer la guerra después de los primeros días de combates, nos habíamos visto invadidos por un auténtico ejército, primero de periodistas, pero después de hombres y mujeres de las más diversas procedencias sociales, culturales y nacionales. Fue después de aquellos «Diálogos de Catedral», en febrero-marzo de 1994. Los periodistas siguieron apareciendo intermitentemente, pero eso que nosotros llamamos «la sociedad civil», para diferenciarla de la clase política y para no encasillarla en clases sociales, fue siempre constante.

Nosotros estábamos aprendiendo y, me imagino, esa sociedad civil también. Nosotros aprendíamos a escuchar y a hablar, al igual, imagino, que la sociedad civil. También imagino que el aprendizaje fue menos arduo para nosotros.

Después de todo, ése había sido el origen fundamental del EZLN: un grupo de «iluminados» que llega desde la ciudad para «liberar» a los explotados y que se encuentra con que, más que «iluminados», confrontados con la realidad de las comunidades indígenas, parecíamos focos fundidos. ¿Cuánto tiempo tardamos en darnos cuenta de que teníamos que aprender a escuchar y, después, a hablar? No estoy seguro, han pasado ya no pocas lunas, pero yo calculo unos dos años al menos. Es decir, lo que en 1984 era una guerrilla revolucionaria de corte clásico (levantamiento armado de las masas, toma del poder, instauración del socialismo desde arriba, muchas estatuas y nombres de héroes y mártires por doquier, purgas, etcétera, en fin, un mundo perfecto), para 1986 ya era un grupo armado, abrumadoramente indígena, escuchando con atención y balbuceando apenas sus primeras palabras con un nuevo maestro: los pueblos indios.

Creo que ya he relatado antes, varias veces, esta parte del proceso de formación (o «refundación») del EZLN. Pero si ahora lo repito no es para abrumarlos con la nostalgia, sino para tratar de explicar cómo se llegó hasta la edificación del primer «Aguascalientes» y, después a su proliferación en tierras zapatistas, es decir, rebeldes.

Con esto quiero decir que el principal acto fundacional del EZLN fue el aprender a escuchar y a hablar. Creo que, entonces, aprendimos bien y tuvimos éxito. Con la nueva herramienta que construimos con la palabra aprendida, el EZLN se convirtió pronto en una organización no sólo de miles de combatientes, sino claramente «fundida» con las comunidades indígenas.

Para decirlo de alguna forma, dejamos de ser «extranjeros» y nos convertimos en parte de ese rincón olvidado por el país y por el mundo: las montañas del sureste mexicano.

Llegó un momento, no podría precisar bien cuando mero, en que ya no estaba el EZLN por un lado y las comunidades por el otro, sino que todos éramos, simplemente zapatistas. Estoy siendo necesariamente esquemático al recordar este período. Ya habrá, espero, otra ocasión y otro medio para detallar ese proceso que, en su forma cruda, no estuvo exento de contradicciones, retrocesos y recaídas.

El caso es que así estábamos, es decir, todavía aprendiendo (porque, creo, nunca se acaba de aprender), cuando el ahora «neo aparecido», Carlos Salinas de Gortari (entonces presidente de México gracias a un fraude electoral descomunal), tuvo la «brillante» idea de hacer las reformas que acababan con el derecho de los campesinos a la tierra.

El impacto en las comunidades ya zapatistas fue, por decir lo menos, brutal. Para nosotros (note usted que ya no distingo entre las comunidades y el EZLN) la tierra no es una mercancía, sino que tiene connotaciones culturales, religiosas e históricas que no viene al caso explicar aquí. Así que, pronto, nuestras filas regulares crecieron en forma geométrica.

Y no sólo, también creció la miseria y, con ella, la muerte, sobre todo de infantes menores de 5 años. Debido a mi cargo, me tocaba entonces checar por radio los ya cientos de poblados y no había día en que alguien no reportara la muerte de un niño, de una niña, de una madre. Como si fuera una guerra. Después entendimos que, en efecto, era una guerra. El modelo neoliberal que Carlos Salinas de Gortari comandó con cinismo y desenfado, era para nosotros una auténtica guerra de exterminio, un etnocidio, puesto que eran pueblos indios enteros los que estaban siendo liquidados. Por eso nosotros sabemos de qué hablamos cuando hablamos de la » bomba neoliberal».

Imagino (habrá estudiosos serios por ahí que contarán con datos y análisis precisos) que esto ocurría en todas las comunidades indígenas de México, Pero la diferencia estaba en que nosotros estábamos armados y entrenados para una guerra. Dice Mario Benedetti, en un poema, que uno no siempre hace lo que quiere, que uno no siempre puede, pero tiene el derecho a no hacer lo que no quiere. Y en nuestro caso, no queríamos morir… o más bien, no queríamos morir así.

Ya antes, en alguna ocasión, he hablado de la importancia que tiene para nosotros la memoria. Y en consecuencia, la muerte por olvido era (y es) para nosotros la peor de las muertes. Yo sé que sonará apocalíptico, y que más de uno buscará algún dejo martiriológico en lo que digo, pero, para ponerlo en términos llanos, nos encontramos entonces frente a una elección, pero no entre vida o muerte, sino entre un tipo de muerte y otro. La decisión, colectiva y consultada con cada uno de los, entonces, decenas de miles de zapatistas, es ya historia y originó ese destello que fue la madrugada del primero de enero de 1994.

Mmh. Me parece que me estoy desviando, porque de lo que se trata es de informarles aquí que hemos decidido darle muerte a los «Aguascalientes» zapatistas. Y no sólo informarles, también tratarles de explicar por qué. En fin, sean generosos y sigan leyendo.

Acorralados, salimos esa madrugada de 1994 con solo dos certezas: una era que nos iban a hacer pedazos; la otra que el acto atraería la atención de personas buenas hacia un crimen que, no por silencioso y alejado de los medios de comunicación, era menos sangriento: el genocidio de miles de familias de indígenas mexicanos. Así como lo digo, puede sonar a que teníamos (o tenemos) vocación de mártires que se sacrifican por otros.

Mentiría si dijera que si. Porque aunque, viéndolo fríamente, no teníamos ninguna oportunidad militar, nuestro corazón no pensaba en la muerte, sino en la vida y, puesto que éramos (y somos) zapatistas y, ergo, nuestra duda nos incluye, pensábamos que podíamos estar equivocados en eso de que nos iban a hacer pedazos, que tal vez se levantara el pueblo de México entero. Pero nuestra duda, debo ser sincero, no alcanzaba a ser tan grande como para suponer que podría pasar lo que en realidad pasó.

Y eso que pasó, fue, precisamente, lo que dio origen al primer «Aguascalientes» y, luego, a los que le siguieron. Creo que no es necesario que repita lo que pasó. Casi estoy seguro (que no suelo estarlo en casi nada) de que quien lee estas líneas algo o mucho tuvo que ver en eso que pasó.

Así que hagan un esfuerzo y pónganse en nuestro lugar: años enteros preparándose para disparar un arma, y resulta que lo que hay que disparar son palabras. Se dice así nomás y, ahora que leo lo que acabo de escribir, parece que fue casi natural, como un silogismo de ésos que enseñan en la preparatoria. Sin embargo entonces, créanme, no fue nada fácil. Batallamos mucho… y seguimos haciéndolo. Pero resulta que un guerrero no olvida lo que aprende y, como expliqué antes, nosotros aprendimos a escuchar y a hablar. Así que en ese entonces la historia, como dijo no sé quien, cansada de andar se repetía, y estábamos de nuevo como al principio, es decir, aprendiendo.

Y aprendimos, por ejemplo, que éramos diferentes, y que había muchos diferentes a nosotros, pero también diferentes entre ellos mismos. O sea que, casi inmediatamente después de las bombas («no eran bombas, sino rockets», se apresuraron a aclarar entonces los intelectuales a-nexos que criticaban a la prensa que hablaba de «bombardeos a las comunidades indígenas»), nos cayó encima una pluralidad que no pocas veces nos hizo pensar en si no hubiera sido mejor que, en efecto, nos hubieran hecho pedazos.

Un combatiente lo definió, en términos muy zapatistas, en abril de aquel 1994. Llegó a reportarme de la llegada de una caravana de la sociedad civil. Le pregunté que cuántos eran (había que acomodarlos en algún lado) y quiénes (no preguntaba el nombre de cada uno, sino a que organización o grupo pertenecían). El insurgente valoró primero la pregunta y después la respuesta que daría. Eso suele tardar un rato, así que encendí la pipa. Después de la valoración, el compañero dijo. «Son un chingo y son un desmadre». Creo inútil explayarme sobre el universo cuantitativo que abarca el concepto científico «un chingo», pero con «desmadre» el insurgente no representaba una reprobación o una calificación del estado de ánimo de quienes llegaban, sino definía la composición del grupo. «¿Cómo que un desmadre?», le pregunté. «Si», respondió, «Hay de todo, hay… hay son un desmadre», terminó diciendo para insistirme en que no había concepto científico alguno que definiera mejor la pluralidad que había entrado por asalto en territorio rebelde. El asalto se repitió una y otra vez. A veces eran, en efecto, un chingo. Otras veces eran dos o más chingos. Pero siempre fue, para usar el neologismo empleado por el insurgente, «un desmadre».

Intuimos entonces que, ni modos, teníamos que aprender, y que ese aprendizaje debía ser para los más posibles. Así que pensamos en una especie de escuela donde nosotros fuéramos los alumnos y el «desmadre» el maestro. Para esto ya estábamos en junio de 1994 (o sea que no somos muy rápidos para darnos cuenta de que tenemos que aprender) y estábamos por hacer pública la nombrada «II Declaración de la Selva Lacandona» que llamaba a formar la «Convención Nacional Democrática» (CND).

La historia de la CND es materia de otro relato y ahora sólo la menciono para ubicarlos en tiempo y espacio. Espacio. Si, ése era una parte del problema de nuestro aprendizaje. Es decir, necesitábamos un espacio para aprender a escuchar y a hablar con esa pluralidad que llamamos «sociedad civil». Acordamos entonces construir el espacio y nombrarlo «Aguascalientes» puesto que sería la sede de la Convención Nacional Democrática (rememorando la Convención de las fuerzas revolucionarias mexicanas en la segunda década del siglo XX). Pero la idea del «Aguascalientes» iba más allá. Nosotros queríamos un espacio para el diálogo con la sociedad civil. Y «Diálogo» quiere decir también aprender a escuchar al otro y aprender a hablarle.

Sin embargo, el espacio «Aguascalientes» había nacido ligado a una iniciativa política coyuntural y muchos supusieron que, agotada esa iniciativa, el «Aguascalientes» perdía sentido. Pocos, muy pocos regresaron al «Aguascalientes» de Guadalupe Tepeyac. Después vino la traición Zedillista del 9 de febrero de 1995 y el «Aguascalientes» fue destruido casi totalmente por el ejército federal. Incluso ahí se erigió un cuartel militar.

Pero si algo caracteriza a los zapatistas, es la tenacidad («será la necedad», pensará más de uno). Así que no había pasado un año cuando nuevos «Aguascalientes» surgían en diversos puntos del territorio rebelde: Oventik, La Realidad, La Garrucha, Roberto Barrios, Morelia. Entonces sí, los «Aguascalientes» fueron lo que debían ser: espacios para el encuentro y el diálogo con la sociedad civil nacional e internacional. Además de ser sedes de grandes iniciativas y encuentros en fechas memorables, cotidianamente eran el lugar donde «sociedades civiles» y zapatistas se encontraban.

Y no sólo. Otros «Aguascalientes» surgieron en otros puntos del territorio nacional (a vuela pluma recuerdo el de la «Casa del Lago», fundado por CLETA, y, más recientemente, el llamado «ojo de Agua» en Ciudad Universitaria, en la UNAM, -ambos en la Ciudad de México-), y en el mundo (el de Madrid, España, el más reciente). Las personas que levantaron y mantuvieron funcionando estos espacios no deben estar contentos al leer ahora que los zapatistas hemos decretado la muerte de los «Aguascalientes». Pero mal hacen en enojarse, porque con los zapatistas no hay muertes estériles.

Les decía que nosotros tratamos de aprender de nuestros encuentros con la sociedad civil nacional e internacional. Pero también esperamos que ella aprendiera. El movimiento zapatista surge, entre otras cosas, por la demanda de respeto. Y resulta que no siempre recibimos respeto. Y no es que nos insultaran. O cuando menos no con esa intención. Pero es que, para nosotros, la lástima es una afrenta y la limosna una bofetada. Porque, paralelamente al surgimiento y funcionamiento de esos espacios de encuentro que fueron los «Aguascalientes», se ha mantenido en algunos sectores de la sociedad civil lo que nosotros llamamos «el síndrome de la cenicienta».

Del baúl de los recuerdos saco ahora extractos de una carta que escribí hace más de 9 años: «No les reprochamos nada (a los de la sociedad civil que llegan a las comunidades), sabemos que arriesgan mucho al venir a vernos y traer ayuda a los civiles de este lado. No es nuestra carencia la que nos duele, es el ver en otros lo que otros no ven, la misma orfandad de libertad y democracia, la misma falta de justicia. (…) De lo que nuestra gente sacó de beneficio en esta guerra, guardo un ejemplo de «ayuda humanitaria» para los indígenas chiapanecos, llegado hace unas semanas: una zapatilla de tacón de aguja, color rosa, de importación del número 6 y 1/2… sin su par. La llevo siempre en mi mochila para recordarme a mi mismo, entre entrevistas, foto reportajes y supuestos atractivos sexuales, lo que somos para el país después del primero de enero: una cenicienta. (…) Estas buenas gentes que, sinceramente, nos mandan una zapatilla rosa, de tacón de aguja, del 6 y 1/2, de importación, sin su par… pensando que, pobres como estamos, aceptamos cualquier cosa, caridad y limosna. ¿Cómo decirle a toda esa gente buena que no, que ya no queremos seguir viviendo la vergüenza de México? En esa parte que hay que maquillar que no afee el resto. No, ya no queremos seguir viviendo así.»

Eso fue en abril de 1994. Entonces pensamos que era cuestión de tiempo, que la gente iba a entender que los indígenas zapatistas eran dignos y que buscaban no limosnas sino respeto. La Otra zapatilla rosa nunca llegó y el par sigue incompleto, y en los «Aguascalientes» se amontonan computadoras que no sirven, medicinas caducas, ropa extravagante (para nosotros) que ni para las obras de teatro («señas» les dicen acá) se utilizan y, sí, zapatos sin su par. Y siguen llegando cosas así, como si esa gente dijera «pobrecitos, están muy necesitados, seguro que cualquier cosa les sirve y a mí esto me está estorbando».

No sólo, hay una limosna más sofisticada. Es la que practican algunas ONG’s y organismos internacionales. Consiste, grosso modo, en que ellos deciden qué es lo que necesitan las comunidades y, sin consultarlas siquiera, imponen no sólo determinados proyectos, también los tiempos y formas de su concreción. Imaginen la desesperación de una comunidad que necesita agua potable y a la que le endilgan una biblioteca, la que requiere de una escuela para los niños y le dan un curso de herbolaria.

Hace unos meses, un intelectual de izquierda escribía que la sociedad civil debía movilizarse para lograr el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés porque las comunidades indígenas zapatistas estaban sufriendo mucho (ojo: no porque fuera de justicia para los pueblos indios de México, sino para que los zapatistas no sufrieran más privaciones).

Un momento. Si las comunidades zapatistas quisieran, serían las de mejor nivel de vida de América Latina. Imaginen ustedes cuánto no estaría dispuesto a invertir el gobierno para conseguir la rendición de nosotros y tomarse muchas fotos y hacer muchos «spots» donde Fox o Martita se autopromocionaran, mientras el país se les deshace en las manos. ¿Cuánto no hubiera dado el ahora «neo aparecido» Carlos Salinas de Gortari por terminar su mandato, no con la carga de los asesinatos de Colosio y de Ruíz Massieu, sino con la foto de los rebeldes zapatistas firmando la paz y el Sup entregando su arma (¿la que Dios le dio?) a quien sumió en la ruina a millones de Mexicanos? ¿Cuánto no hubiera ofrecido Zedillo para tapar la crisis económica en la que hundió al país, con la imagen de su entrada triunfal en la Realidad? ¿Cuánto no hubiera estado dispuesto a dar el «croquetas» Albores para que los zapatistas aceptaran la «remunicipalización» efímera que impuso durante la tragicomedia de su mandato?

No. Ofertas para comprar su conciencia han recibido muchas los zapatistas, y sin embargo se mantienen en resistencia, haciendo de su pobreza (para quien aprende a ver) una lección de dignidad y de generosidad. Porque decimos los zapatistas que «para todos todo, nada para nosotros» y si lo decimos es que lo vivimos. El reconocimiento constitucional de los derechos y la cultura indígena, y la mejora en las condiciones de vida, es para todos los pueblos indios de México, no sólo para los indígenas zapatistas. La democracia, la libertad y la justicia a las que aspiramos son para todos los mexicanos, no sólo para nosotros.

Con no pocas personas hemos insistido en que la resistencia de las comunidades zapatistas no es para provocar lástima, sino respeto. Acá, ahora, la pobreza es un arma que ha sido elegida por nuestros pueblos para dos cosas: para evidenciar que no es asistencialismo lo que buscamos, y para demostrar, con el ejemplo propio, que es posible gobernar y gobernarse sin el parásito que se dice gobernante. Pero bueno, el tema de la resistencia como forma de lucha tampoco es el objetivo de este texto.

El apoyo que demandamos es para la construcción de una pequeña parte de ese mundo donde quepan todos los mundos. Es, pues, un apoyo político, no una limosna.

Parte de la autonomía indígena (de la que habla, por cierto, la llamada «Ley Cocopa») es la capacidad de autogobernarse, es decir, de conducir el desarrollo armónico de un grupo social. Las comunidades zapatistas están empeñadas en este esfuerzo, y han demostrado, no pocas veces, que lo pueden hacer mejor que quienes se dicen gobierno. El apoyo a las comunidades indígenas no debiera ser visto como la ayuda a inválidos mentales que ni siquiera saben qué necesitan (y por eso hay que decirles lo que deben recibir) o a niños a los que hay que decirles qué deben comer, a qué hora y cómo, qué deben aprender, qué deben decir y qué deben pensar (aunque dudo que todavía haya niños que acepten esto). Y éste es el razonamiento de algunas ONG’s y de buena parte de los organismos financiadores de proyectos comunitarios.

Las comunidades zapatistas son responsables en los proyectos (no son pocas las ONG’s que pueden atestiguarlo), los echan a andar, los hacen producir y mejoran así los colectivos, no los individuos. Quien apoya a una o a varias comunidades zapatistas, está apoyando no sólo la mejora de la situación material de un colectivo, está apoyando un proyecto mucho más sencillo pero más absorbente: la construcción de un mundo nuevo, uno donde quepan muchos mundos, uno donde las limosnas y las lástimas por el otro sean parte de las novelas de ciencia ficción… o de un pasado olvidable y prescindible.

Con la muerte de los «Aguascalientes», mueren también el «síndrome de cenicienta» de algunos «sociedades civiles» y el paternalismo de algunas ONG’s nacionales e internacionales. Cuando menos mueren para las comunidades zapatistas que, desde ahora, ya no recibirán sobras ni permitirán la imposición de proyectos.

Por todo esto, y por otras cosas que se verán después, el próximo 8 de agosto del 2003, aniversario del primer «Aguascalientes», se decretará la muerte bien «morida» de los «Aguascalientes». La fiesta (porque hay muertes que hay que festejar) será en Oventik y están invitados todos aquellos y aquellas que, en estos diez años, han apoyado a las comunidades rebeldes, sea con proyectos, sea con campamentos de paz, sea con caravanas, sea con el oído atento, sea con la palabra compañera, sea con lo que sea, siempre cuando no sea con la lástima y la limosna.

El día 9 de agosto del 2003 nacerá algo nuevo. Pero de eso les contaré mañana. O más bien al rato, porque ahora es de madrugada acá, en las montañas del sureste mexicano, rincón digno de la patria, tierra rebelde, guarida de transgresores de la ley (incluyendo la de gravedad), y pedacito del gran rompecabezas mundial de la rebeldía por la humanidad y contra el neoliberalismo.

(Continuará…)

Desde las montañas del Sureste Mexicano.

Subcomandante Insurgente Marcos.
México, Julio del 2003.

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